El tigre del bandoneón
En esta calleja sola/ y amasijao por sorpresa/ fue que cayó Eduardo Arolas/ por robarse una francesa.
E. Cadícamo.
Se llamaba Lorenzo y repetía:-los curas, durante el catecismo contaban la historia de San Lorenzo, un gil que fue asado a la parrilla. Entonces me cambie el nombre.
Había nacido en el barrio de Barracas el 24 de Febrero de 1892, y era hijo de franceses.
En el año 1900, para hacer su primera comunión aprende el catecismo con los curas Salesianos de la calle Juan Darquier. Ahí le enseñaron que su conducta personal era observada con gran interés por el Altísimo, que podía juzgarla y hacerlo merecedor, luego, de castigos o recompensas eternas. Esto le pareció absurdo. La idea de que su persona pudiese importarle a alguien, y para colmo al Supremo lo tenía sin cuidado. Aprendió a rezar, hizo su primera comunión como una rutina exigida socialmente, y ese mismo día se olvidó de la divinidad. Durante el catecismo lo conmovió el sonido del armonio.
¿Cómo se llega a ser Lorenzo Arolà? El nunca lo supo. De lo que se dio cuenta de inmediato fue que el armonio era superado por un instrumento que escuchó por primera vez en la calle.
Fue así que en el año 1906 se inicia en el estudio del bandoneón, donde, con gran facilidad aprende sus secretos con la ayuda de Antonio Chiappe. Tenía catorce años. A los diecisiete consigue su primer trabajo rentado, acompañado por su hermano Enrique en guitarra, en el almacén de Olavarría y España, y luego en un café de la calle Montes de Oca, al cual le dedica el tango "Una noche de Garufa". Ya no es más Lorenzo Arolà. Se ha convertido en Eduardo Arolas, "el tigre del bandoneón".
Realiza en 1911 su primer viaje a Montevideo. En la banda oriental obtiene gran éxito en la inauguración del café Yacaré. Una noche, en el barrio del puerto, Eduardo descubre el quilombo, la segunda pasión de su vida.
Fue entrar y deslumbrarse. El ambiente rante, las polacas y francesas, el alcohol, el maquillaje, los fiolos, ese mundo mágico lo deslumbró.
Cuando vuelve a Buenos Aires ya es el número uno, el mejor. Alterna con músicos, políticos y aristócratas. Estrena el tango "La Cachila", su obra maestra. Quiere ser dandy y empieza a presentarse en público con saco negro rabón con trencillas, pantalón a cuadros, corbata voladora y peinado raya al medio. Siempre le habían molestado las lengüetas del fuelle que le lastimaban los pulgares. Entonces toca con guantes, colocándose encima los anillos.
En el año 1914, en el cenit de su carrera, conoce a un personaje extraordinario. Se trata de Juan Carlos Cobián, el Chopin del tango. Juntos forman un cuarteto, con Tito Rocatagliatta y Atilio Lombardo en violines. Actúan en el café Montmartre situado en Corrientes 1436. Cobián es su contrario. Elegante, refinado, atlético, de buen trato, siempre de smoking, cigarrillo y vaso de whisky. Exitoso con las mujeres no conocía el prostíbulo. Arolas estaba fascinado con su amigo y no se explicaba que alguien nacido en Pigüé tuviese ese carisma extraordinario. -Pero si viene de los yuyos. ¿Cómo es que pueda ser más cajetilla que un porteño?
Ese don natural para seducir, la vida de calavera, y una total desaprensión para las cosas supuestamente importantes (Cobián contó una madrugada que era desertor del servicio militar) llenaban a Eduardo de admiración. Una noche, ya cerrado el cabaret, Cobián les dijo que quería hacerles escuchar su última composición. Se trataba del tango "Mi Refugio". Cuando el piano empezó a sonar, la viciada oscuridad del Montmartre se transformó en un día luminoso. Cadícamo, emocionado, susurró: - Juan Carlos tiene en cada uno de sus dedos un estado distinto de conciencia.
Fue un golpe para el tigre la tarde en que Cobián le dijo que quería formar su propio quinteto. Su amigo, el único, lo dejaba solo. Ya lo habían abandonado su hermano Enrique, fallecido prematuramente, y su madre. El abandono de Cobián se convirtió en otra muerte.
Inexplicablemente, en pocos meses, su existencia se convierte en un infierno, y antes que la locura lo alcance decide irse a Montevideo. Se radica en Uruguay y por un tiempo cree haber encontrado la paz. Anima los bailes del Teatro Artigas, y del Tupí Nambá. También actúa con éxito en las veladas danzantes del Teatro Solís durante los carnavales de 1920.
Un atardecer, entra a tomar una caña en el café Botafogo de la calle Sarandí. Cuando está despachando el segundo trago una visión lo paraliza.
A través del espejo del mostrador ve que en una mesa ubicada detrás de la suya están sentados sus padres y su hermano Enrique.
El pánico le impide moverse pero no puede dejar de mirar a los suyos. Saca fuerzas de algún lado, deja unas monedas en la mesa y se pone de pie. Para salir debe pasar frente a la mesa familiar. Se larga hacia la calle donde lo persigue la mirada de su madre. El aire fresco de la tarde lo reanima pero siente que la cabeza le estalla. Destruido, se embarca a principios de 1922 en el vapor "Lutetia" rumbo a Francia.
Llegado a París empieza a sentirse más tranquilo y de a poco logra imponer su estilo.
Toca en el Cabaret Parisién y en el Ermitage. Logra cierta paz espiritual, y cada vez más seguro redescubre su olvidada pasión por el quilombo.
Pensaba que París lo animaba porque era un regreso a las fuentes, a sus padres. Ya olvidada la visión de Montevideo iba a encontrar su destino.
Está contento y se dedica con éxito a una nueva y lucrativa actividad. Se convierte en caralisa. Trabajan para él tres mujeres que al fin de la noche lo visitan en el café de la Rue Des Abesses donde actúa con su orquesta.
El las trata mal, no las protege, obligación primaria del cafishio, y cuando alguna de ellas es maltratada por un cliente, se burla. Feliz, despilfarra dinero, insulta y pelea. Está eufórico. Toca el bandoneón como nunca y como nadie logrará hacerlo jamás.
Los hombres que concurren al cabaret empiezan a molestarse con el elegante argentino y una de las mujeres, humillada por Arolas, le dice a un pobre francesito que si golpea a Eduardo trabajará para él. El infeliz no se anima a enfrentar solo al porteño de moñito, que ahora tiene una nueva costumbre: fuma en largas boquillas con resorte y no se saca los guantes ni para dormir. Un día cualquiera, a las seis de una mañana brumosa Arolas deja su trabajo. Debe descender las escaleras de Montmartre para llegar al pequeño departamento que comparte con sus músicos. Tomado del pasamanos baja ligero porque la madrugada está fría.
Los cuatro franceses lo están esperando y no los ve hasta que el primer golpe en la mandíbula lo derriba. Rueda hasta un descanso donde lo alcanzan y comienzan a patearlo. En ese momento piensa que la jerga que mascullan los agresores es la lengua de su madre. Además, imagina que un argentino jamás le pegaría en el suelo.
Eduardo Arolas murió dos días después en el Hospital Bichard de París. Tenía 32 años.
En 1954 por iniciativa de Francisco Canaro fue repatriado. Las hélices del vetusto DC3 donde viajaban los restos del Tigre vibraban como el llanto de los compadritos muertos.
El Forense
Cuando jugábamos en el patio de la escuela Santiago nos hablaba de su abuelo.
Obsesivo, contaba a diario la llegada de su familia desde Europa, la lucha establecida al arribar de Polonia y como, en una batalla cotidiana contra el racismo, la tribu de la cual formaba parte había construido una sólida estructura piramidal cuyo vértice, luego de años de trabajo ocupaba Elías, su abuelo, convertido en estrella rutilante de la medicina nacional.
El Dr. Elías Jacobson era una luz intensa sobre la necrosis celular.
En definitiva, el polaco era un entusiasta del cáncer.
El nieto creció bajo su influencia y cuando chicos, mientras nosotros soñábamos con conocer a Mussimessi, el arquero cantor, Santiago solo pensaba en su primera operación.
Fuimos compañeros en el Colegio Nacional. Luego él estudió Medicina, se recibió en tiempo récord. Fascinado por las vísceras se especializó en restos humanos.
Su primer trabajo como forense fue en los tribunales de San Isidro donde comenzó a realizar sus primeras autopsias estelares.
Guiado por su gran fuerza interior se convirtió en poco tiempo en el mejor
especialista del país, un cirujano lleno de habilidad para hurgar en los despojos.
-Un cadáver es un libro abierto-, repetía hasta el hartazgo.
Durante unos años lo perdí de vista; cuando nos reencontramos lo noté muy cambiado, confuso, con zonas oscuras en su conducta.
Desaliñado, lo veía pasar desde la ventana del café rumbo a
su casa, cargando siempre un gastado maletín de cuero marrón, ancho en su base, donde llevaba los restos que retiraba de la morgue para sus estudios.
Cuando me citaba en su domicilio me desagradaba que bajase la escalera secándose con un trapo, diciendo - no te doy la mano porque estaba trabajando en una pericia, y contaba en detalle hechos desagradables sobre el caso que estudiaba.
Tiempo después me enteré que habían robado una cabeza de la morgue en la que era Director. En ese momento tuve la certeza que tenía que ver con el asunto.
Un día, sentados en el café, lo vimos bajar del tren y caminar apurado por la calle paralela a la vía. Nos saludó a través de la ventana, dobló por la diagonal hasta llegar a su casa, ubicada a pocos metros.
Por casualidad me encontré en la calle con Cecilia, su mujer, y tuve la impresión de que quería esquivarme, pero cuando me detuve me saludó y comenzó a hablar sin mirarme. Cuando busqué sus ojos ella los fijó en la vereda. Su conducta no era la habitual, había perdido la simpatía que siempre la destacó y que por cierto le faltaba a Santiago, un ser nocturno.
Comenté el hecho en el café, donde se desató una discusión acerca de la extraña conducta del forense. El rengo Julio terminó el debate con un categórico –Santiago está loco y terminará mal. Pronto su cerebro de cretino reposará para siempre en un frasco con formol.
Pocos días después, en la estación Retiro lo encontré y tomamos juntos el tren. En los 20 minutos del viaje que realizamos parados, me contó ansioso que estaba trabajando en un proyecto que traería cola, y como siempre tuvo un capítulo dedicado a su abuelo. El discurso continuó al descender del tren. Antes de que yo entrase al café dijo: -en definitiva me he pasado la vida buscando a Dios sin encontrarlo, pero en este momento estoy seguro de estar en el camino correcto.
Pedí un cortado pensando en las palabras de Santiago, y qué significaba para él estar en el camino correcto de su búsqueda mística.
A partir de ese día me instalé en el café desde donde podía ver sus movimientos sin despertar sospechas. A diario lo veíamos pasar con su infaltable maletín rumbo a su casa. Antes de entrar miraba hacia atrás como si alguien lo siguiese.
Las piezas humanas seguían desapareciendo de la morgue y a esta altura el rengo Julio acusaba a Santiago sin vueltas.
Una noche, cuando el café cerraba lo vimos salir con el rostro alucinado, llevando el maletín. A paso acelerado cruzó las vías del Mitre y se perdió en la oscuridad de la costa del río.
Julio me dijo: - Seguilo, algo trama ese guanaco, y salí para sumergirme
en las sombras. Traté de darle alcance para ver qué hacía, pero lo perdí de vista.
Al otro día conté que Santiago había desaparecido en la niebla, que lo busqué bordeando el río pero se había esfumado.
La certeza de que algo estaba por suceder había ganado el ánimo de todos y la sensación se hizo realidad una noche de verano.
Cuando ya casi de madrugada, escuchábamos las historias de siempre, vimos con asombro que la casa de Santiago estaba envuelta en llamas.
Corrimos hasta el incendio tratando de hacer algo por los que se encontraban atrapados por el fuego, pero llegaron los bomberos y tuvimos que retirarnos.
Amaneció con nosotros mirando, paralizados, como ardía la casa.
En un momento notamos que sacaban a Cecilia, pero las llamas continuaron y recién a media tarde lograron sofocarlas.
El médico tuvo una muerte heroica purificado por el fuego. Cecilia sobrevivió.
Tiempo después pude hablar con ella. Me contó que Santiago robaba piezas de la morgue para reconstruir a su abuelo. Con suma paciencia lo estaba armando en su laboratorio. Elegía cada órgano preparándolo con mucho cuidado y observando de manera minuciosa su correcto funcionamiento.
Riñones, páncreas, corazón, un hígado en perfecto estado, la rosada masa intestinal, todo lo iba reciclando paso a paso hasta que consiguió la pieza más importante.
Era un cerebro de buen tamaño de procedencia desconocida. Esa noche estaba eufórico, no tomó las precauciones del caso y al tratar de dar vida a su engendro desató la tragedia.
Santiago quería encontrase con su abuelo y continuar la conversación que había terminado para siempre.
Le dije que era la obra de un loco pero Cecilia, sin prestarme atención, agregó:
- Es que en su abuelo escuchaba la voz de Dios.
Conté en el café la conversación con la viuda y durante un largo rato hicimos silencio.
De improviso, el rengo Julio gritó: ¡-Mentira! ¿No les dije que el judío era un otario? Buscar la voz de Dios en su abuelo, que ignorancia absoluta.
Luego, más tranquilo, fijando sus ojos en el pocillo, dijo: - En el tango está nuestro Señor, y el Mesías fue un humilde cantor de Barracas.
Concluyó como el que reza: - En la gola de Ángel Vargas está la voz de Dios.
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