Pasional
“Chambón. Eso es lo que soy. Un verdadero chambón. Yo, que fui de todos el primero, en la que me vengo meter.
Además, en esta noche terrible se acabó todo entre nosotros. Después del papel que me obligó a desempeñar la relación está terminada.
Yo venía maliciando sus exigencias y estupideces, palpitando que a la larga me pondrían en fuga. Mi padre decía que el género humano está formado por dos grupos de personas. Los ingenuos como yo, ansiosos de que los amen, y los que a todas horas luchan por imponer su voluntad.
Irene es la abanderada del segundo grupo.
Lo que pasó es que en los últimos años me había invadido la desesperanza. La enfermedad de viejos que me aqueja me llevó a creer que ya no podría escapar a la inaceptable certidumbre de la vejez.
Fue la época en que me había dado cuenta que las mujeres se acostaban conmigo sin la alegría de antes; se encamaban ahora con un prestigioso dinosaurio.
Tiempo en que comenzaron los dolores y me creí retirado para siempre.
Un mediodía, mientras almorzaba donde lo hago siempre, se acercó ella para decirme, resuelta, que admiraba mi obra. La invité a sentarse. Contó que estudiaba letras y comenzó con todos los lugares comunes de las estudiantes de latín y griego, pero, qué importancia tenía si era una potranca. Cuando notó que estaba interesado, comenzó a preguntarme sobre mis libros y amistades literarias, tratando de demostrar que sabía más que yo acerca de mi propia obra. Tomamos un segundo café pero lamentablemente ese día tenía que reunirme con mi editor. Nos levantamos, caminamos hasta la vereda, ella dijo que quería volver a verme. Nos citamos para la tarde siguiente en un café de la Recoleta.
Al otro día la conversación continuó sobre gustos literarios y la novela que me publicarían próximamente. Después, lentamente la fui llevando a otro terreno, menos literario pero también interesante. El de los afectos, la intimidad y el amor. Contó que estaba sola, es decir no tenía novio, que lo había tenido pero que todo se había terminado.
Agregó que vivía en la zona norte. Su familia, dijo, no era la ideal. Entre sus padres la relación era conflictiva. Además uno de sus hermanos padecía serios problemas emocionales, y el más chico no era hijo de su padre.
A esa altura yo estaba conmovido. Su discurso erótico-literario me atraía. El fuego se encendió con su relato, y yo que había pasado los 60 años, que ya no era, que simplemente estaba, quedé deslumbrado. Cuando atardeció le dije que tenía que retirarme.”
–A las nueve debo estar en casa, mi mujer, como vos sabés es mayor, además está enferma. Mañana si queres podemos vernos. Quiero leerte lo que estoy escribiendo.
“La cité para la tarde siguiente en un piso que tengo para esos menesteres. Luego, mientras comía con Malvina, escuchando sus temores, no solamente mi pensamiento estaba con Irene sino todo mi cuerpo parecía haber vuelto a los 30 años y al vigor de entonces. Cuando me acosté, en el silencio de la noche temí no verla más. Desperté muy temprano, ansioso por la cita concertada. Irene llegó a las dos de la tarde en punto.
Nos sentamos y comencé a relatarle el plan que tenía para mi próxima novela. La miré a los ojos y me di cuenta que la literatura estaba de más. La besé. Mis manos comenzaron a recorrer su cuerpo casi adolescente. La toqué con gran prolijidad porque un ejemplar así no aparece todos los días entre los brazos de un sexagenario prostático.
Minutos después estábamos en la cama donde tuve una actuación más que digna. Yacíamos en la penumbra de la habitación cuando noté que no se quedaría conforme con lo realizado. La niña iba por más.
Mi temor era no poder atender con la debida cortesía los requerimientos sexuales, al borde del desenfreno, de la bella Irene.
Nuevamente mi actuación fue sobresaliente.
Luego del amor se tornó verborrágica. Yo la escuchaba deslumbrado. Su discurso cambiante pasaba del manso y piadoso Chesterton a historias de sexo crudo, descarnado, donde mi admirada era la protagonista. De improviso encendió la luz. Me vi reflejado en el espejo y maula el tiempo. Cerré los ojos. Después de todo mi performance había sido más que digna. Estaba feliz después de comer el duro pan de la vejez , después de muchos años amargos. Irene me puso en carrera de nuevo y , nobleza obliga, se lo reconozco.
Pero lo de esta noche es imperdonable, hacer el papel que hice solo por complacer sus caprichos. Pero volviendo a la primera vez desmiento que las tardes a las tardes son iguales. Aquella fue inolvidable y distinta a todas. A partir de ese día nuestros encuentros fueron diarios y desenfrenados. Irene era sexo en estado puro.
Durante el año que pasé con ella volví de la muerte, recuperé el brillo y el rango. Me sentía rejuvenecido, jovial, feliz, esperando que el reloj diese las dos para estar pegado a mi amante hasta la noche.
Fue un año inolvidable.
Pero lo de hoy hace que emprenda la fuga para siempre.
Hará cosa de un mes comentó, en pleno coito, que en pocos días cumplía veinte años. Le dije que teníamos que festejarlo. Contestó que lo único que quería era que concurriese a su casa para celebrar con su familia. No contesté el disparate propuesto porque si me desconcentraba perdería la erección. Después del amor, cuando recuperaba fuerzas, acotó: -No respondiste a mi pedido.
-Cuál pedido.
-Que vengas a casa el día de mi cumpleaños.
Guardé silencio.
-Estoy esperando tu respuesta, dijo con voz de maestra normal.
“Con torpeza mascullé algo, parecido a una disculpa, esperando que se ofendiese. Cuando imaginaba lo peor tomó mi sexo y jugó con él como si fuese un helado de crema, de los que yo saboreaba de niño en la confitería El Aguila.
Se rindió cuando llegó la hora de irnos. Me retire en estado de gracia.
Al otro día, cuando estabamos en lo mejor de la primera vuelta volvió a mencionar el cumpleaños. Luego, mientras descansábamos dijo: -hasta ahora no te pedí nada. Sos casado y me lo tengo que aguantar. Comes con ella todos los días. Bueno es así. Pero cumplo veinte años y quiero que vengas a casa para festejar conmigo. Vas a conocer a mi familia. No es la mejor pero es la que tengo. Un esfuerzo podes hacer por mí. Además todos en casa saben que soy tu amante. ¿Crees que papá piensa que vengo a tu casa para tomar el té y hablar de libros? Por favor. Mi viejo tiene la sospecha que su hija salió como la madre.
Esa tarde el sexo se terminó temprano. Desorientado, intenté hablar de bueyes perdidos. Irene pasó rápidamente de las sórdidas comparaciones con su madre a citar de memoria un soneto celestial de mi amigo Eduardito González Lanuza.
Estaba perplejo porque cambiaba de improviso. Decía algo procaz y un instante después se convertía en un ser sublime. Durante unos días no mencionó el tema, pero yo sabía que en algún momento volvería a la carga. Se tomó su tiempo.
Una tarde en plena actividad susurró: -faltan tres días para mi cumpleaños número veinte. ¿Te decidiste?
Cuando nos vestíamos para irnos repitió la pregunta. Le dije que sí, que iría. Me arrepentí, pero ya era tarde.
Llegó el día tan temido y un viernes otoñal me di traslado.
Estacione frente a su casa. Tomé coraje e hice sonar el timbre.
Una señora lindísima abrió la puerta. –Lo esperábamos, dijo. -Soy Marta, la madre de Irene.
Entré. Enseguida apareció la hija. Me dio un ostentoso beso en la boca y exclamó eufórica: -te voy a presentar a mi familia.
La seguí. Detrás caminaba la madre diciendo que yo era su escritor preferido. Desembocamos en una sala donde, de pie junto a un piano, encontré a un señor que me miró con asco. El padre, deduje. Conocí a los hermanos o medio hermanos, y a innumerables tías. Había, además algunos compañeros de facultad de Irene, con sus rostros ocultos por largas barbas, como los personajes de un film de Einsestein. Tomé asiento y me sirvieron un jerez seco. Todos me miraban porque era, sin ninguna duda, la atracción de la fiesta. Como el número vivo en los cines.
En un momento Marta dijo: -podemos pasar a comer. Me hicieron sentar en la cabecera.
A mi derecha se sentó Irene, a mi izquierda la madre. Todo transcurría con enorme lentitud.
Cuando promediaba el segundo plato e Irene sonreía feliz sentí una mano deslizarse por mi muslo buscando el miembro con desesperación. Un puño se cerró sobre él y lo acarició con maestría. Yo estaba paralizado.
Levanté la vista y me encontré con la mirada desafiante de Marta. Ante mis ojos suplicantes aflojó los dedos y quedé en libertad.
En algún momento llegó el postre. Una porción de torta horneada por la abuela de Irene.
Ante las ponderaciones recibidas la anciana sonreía con suficiencia, luciendo un râtelier desastroso.
Mientras tanto sentía la mirada criminal del padre y escuchaba el cotorreo de las mujeres que comentaban con la boca llena mi trayectoria intelectual.
De pronto Irene pidió silencio y anunció nuestro próximo compromiso.
Se preparó para soplar las veinte velas de la torta principal. Me paré y me acerqué a la mesa. El padre vino caminando detrás. Era rengo, detalle que su hija nunca había mencionado. Irene me tomó de la mano y sin soltarme dijo: -voy a pedir tres deseos. Cerró los ojos y sopló. Comenzaron a entonar canciones en alemán. El rengo cantaba impostando su cornuda voz de tenor como si fuese Enrico Caruso. Yo quería escaparme a casa lo antes posible. Después de cortar la torta Irene se sentó a mi lado y me preguntó como lo estaba pasando. Contesté: ¡ muy bien! ¿Que otra cosa podía decir? Ella, locuaz, dirigía la reunión, y desbocada anunció un viaje que haríamos juntos a París.
A esa altura de la noche ya no quería irme, quería matarme. Marta me miraba descaradamente, Irene ya me daba casado con ella, mientras el rengo caminaba por la enorme estancia con las manos tomadas en la espalda. Los hermanos devoraban impávidos las distintas variedades de la prestigiosa repostería bohemia.
Desde su mesa los boyardos me miraban con desprecio, pensando, con toda razón, que yo era un viejo oligarca.
Me acordé entonces del negro José, muy popular en el barrio norte, mendigo y bufón de los niños de clase alta. Yo lo miraba desde el balcón de mi casa. El negro hacía piruetas y ensayaba algún paso de baile. Le arrojábamos monedas que nos agradecía con una sonrisa deslumbrante de enormes dientes blancos.
Esa fiesta infame me había convertido en ese negro de mierda. Lo único que faltaba, colmada la curiosidad de los invitados, era que me tirasen monedas como las que yo le arrojaba al pordiosero.
Decidí irme. Me armé de valor, me puse de pie y comuniqué mi retirada. Irene dijo autoritaria: - no te podes ir todavía.
¿-Por qué?
Me miró con odio y masculló: -Falta el café.
Sonriendo dije: -lo tengo prohibido.
Le tendí la mano a la madre que la estrechó, se acercó y buscó sin disimulo mis labios. Saludé abuelas, tías, estudiantes, hermanos, y al bastardo. Comencé a deslizarme hacia la puerta escuchando a mis espaldas los desparejos pasos del padre.
Irene sorprendida me abrió la puerta y caminamos juntos hasta el auto.
-¿Te pasa algo? preguntó.
-Para nada, es que mañana tengo que sacar los pasajes para Europa. ¿Te gustaría viajar en primera clase?
- Claro que sí, afirmó.
Nos besamos con pasión, subí al auto y emprendí la fuga.