Viaje sentimental
La conocí en un baile de carnaval donde actuaba Miguel Caló. Mientras esperaba la entrada de la orquesta de las estrellas la vi sola caminando por el club. Vestía con sencillez y su rostro era el de un ángel.
Cuando escuché el piano de Maderna me dirigí a la pista. Parada junto a otras chicas miraba la multitud.
Venciendo mi timidez la miré a los ojos, levanté las cejas, haciendo un gesto con la cabeza la invité a bailar. Sorprendida, como si estuviese resignada a que nadie reparase en su persona, accedió. Mientras bailábamos la conversación giró sobre generalidades. Me sentía a gusto con ella entre mis brazos. Cuando la milonga estaba en lo mejor dijo que tenía que retirarse porque vivía lejos, y agregó, tímida: -en Munro.
Le aclaré que era del interior, porque en el escaso tiempo que llevaba en Buenos Aires sabía el malestar que provocaba en los habitantes de la Capital ignorar dónde quedaban los cien barrios porteños y sus interminables orillas.
-Soy del interior, dije
-Munro queda pasando la Avenida General Paz, enseguida, pegado a Olivos.
-Si querés te acompaño hasta tu casa y así nos podemos quedar un rato más.
-Muy amable de tu parte, contestó.
Seguimos con Caló, y entramos en un sueño escuchando la voz de Alberto Podestá. La música venía del pasado, y en la irrealidad del tango recordé el tremendo final de mi viejo.
Me abrace a mi compañera hasta que la música terminó.
-Es hora de irnos, dijo y caminando lentamente nos dirigimos hacia la parada del colectivo. Subimos a una unidad arruinada, pintada de azul y blanco. El artefacto se puso en marcha y lentamente atravesamos la Avenida Caseros.
Sofía, comentaba el viaje. -En este momento va despacio. Durante el día, en horas pico tarda mucho en cruzar el once, que es lo peor. Transitábamos por la calle Rioja.
-¿Es muy tarde?, preguntó.
-Las dos de la mañana. Cruzamos Independencia, Belgrano y llegamos a la plaza; luego el colectivo tomo muy despacio la Avenida Pueyrredón. Yo había apoyado mi brazo sobre sus hombros y viajábamos en silencio. Sofía se fue acomodando en el asiento con su cabeza en mi pecho. Me puso nervioso la facilidad con que se presentaban las cosas. Cuando cruzamos Córdoba dijo: -siempre soñé con conocer alguien como vos, amable, que se ofrezca llevarme a casa.
Lentamente el colectivo continuaba su recorrido.
Cuando nos enfrentamos a Garibaldi miré el reloj. Hacía una hora que habíamos subido al mamotreto azul y blanco. Pasamos frente al negro Falucho para remontar el curso de la Avenida Cabildo. El colectivo se detuvo en la barrera de Palermo.
Reanudamos la marcha. Yo trataba de mantenerme despierto mientras Sofía roncaba con fruición. En algún lugar doblamos a la izquierda y luego de trepar las lomas de Nuñez nos sumergimos en la misteriosa Villa Urquiza.
En las esquinas los faroles desprendían una luz tenue mientras el colectivo marchaba lentamente. De pronto estuvimos frente a la mítica Avenida General Paz. Sofía comenzó a moverse y se despertó.
–Estamos en Martelli. Para llegar a casa falta poco. Miré el reloj, llevábamos dos horas de viaje.
Aceleró un poco por Cajaraville para volver a su marcha lenta en José Ingenieros. Por fin, cuando comenzaba la tierra, en el fondo de la calle Silveira, se detuvo.
– ¡Final del recorrido!, exclamó el chofer. Cuando descendimos su mirada acompañó las nalgas de Sofía hasta que doblamos la esquina.
-Una cuadra y llegamos a casa, dijo. Finalmente nos detuvimos frente a un humilde chalet. La oscuridad era casi total por que las copas de los árboles tapaban la luz de un farol. Solo escuchaba la respiración de Sofía y el silencio. La tome de la cintura y nos besamos. –Tengo que entrar, dijo, -papá debe estar levantado. -No le gusta que permanezca en la vereda. Quedamos en vernos en la semana y emprendí el regreso. Subí a un colectivo que calentaba el motor. Me senté y desde la ventanilla pude ver al chofer de nuestro viaje de ida chupando una bombilla, pensativo
Cuando nos pusimos en marcha el suburbio comenzó apareció de a poco frente a la luz del amanecer.
Al otro día ubiqué a Sofía por teléfono y nos citamos en un café de la Avenida de Mayo. Me deslumbró. En el baile me había gustado, pero luego, con ese viaje hacia el infierno, había perdido la noción de su belleza extraordinaria. Contó que vivía con su padre, que su madre había muerto cuando ella nació. Agregó: -papá es rumano, está muy mal el pobre. Pero su enfermedad no se cura con remedios, la lleva en el alma.
Yo le hablé de mi infancia en la provincia, de la trágica muerte de mi padre, de mi vida en Buenos Aires donde todo me costaba mucho, empezando por las grandes y agresivas distancias que uno debía remediar en tenebrosos colectivos, sin comparación con los placenteros viajes en tranvía de mi pueblo.
La tomé de la mano, le dije que era única, y me jugué. –quisiera estar con vos en otro lado.
-Me parece bien, pero tengo que decirte algo. No soy virgen.
Nos dirigimos caminando a un mueble de la calle Piedras. Las horas pasaron velozmente y cuando nos retiramos estábamos unidos para siempre.
Los días, a partir de aquella tarde memorable, se hicieron felices. La esperaba en el café de siempre; luego hacíamos el amor hasta cansarnos.
Lo único que me hacía mal era el viaje en colectivo hasta Munro.
Una noche, mientras conversábamos después del desenfreno, le dije que quería casarme con ella. Sofía, desconcertada, contestó que ella también. Preguntó cuando.
-Ahora, mañana, que sé yo, lo antes posible.
-Tenes que conocer a mi padre.
Al otro día, antes de concurrir a nuestro nido de la calle Piedras, dijo: -Le conté a Papá tu propuesta. El sábado a la noche te espera en casa para comer un asado.
El día convenido, a las nueve en punto de la noche, estaba sentado con Sofía y el rumano, debajo de una parra en el patio del modesto chalet de Munro. La noche tibia hacía agradable la reunión. El rumano hablaba un español desastroso. Me costaba entender que decía, y tuve que hacer un gran esfuerzo para seguirlo.
Cuando sirvió el asado, pasadas las once de la noche, varias botellas vacías rodaban sobre las baldosas. El rumano tomaba vino como si fuese agua de la canilla. Yo lo seguía con entusiasmo. Mientras comíamos siguió dándole al tinto. Después del postre se puso más locuaz todavía. Contó su infancia en Bucarest, y mientras abría botellas comenzó con sus relatos de la guerra. Yo tenía a esa altura el oído acostumbrado y lo seguía con facilidad. En ese momento hablaba de trincheras, la supervivencia en las mismas con lluvias torrenciales en verano, barro y ratas. El frío terrible del invierno, veinte grados bajo cero durante meses.
En un momento, en la jerga que mascullaba, contó que luego de la batalla de Veliko Tarnovo, en los Cárpatos, después de semanas bajo el hielo y sin alimento, comenzaron a comerse los cadáveres congelados.
Yo me estaba llevando un vaso de vino a los labios en ese momento. Mi mano derecha empezó a temblar. A través de la parra adiviné, patente, la presencia de mi padre. No podía disimular mis espasmos que no eran, a esa altura, solamente de la mano derecha, sino que parecía poseído por el mal de San Vito.
Con mi mejor voz pregunté: -¿después de que batalla se comieron a los muertos?
El rumano respondió en jerigonzo: -la batalla de Veliko Tarnovo, en los Cárpatos.
En ese momento exploté: -¡Vos te comiste a mi viejo! ¡Vos te comiste a mi viejo! Continué a los gritos: -¡Vos te comiste a mi viejo, y la reputa madre que te parió! Manoteé el cuello del rumano con la mano izquierda, mientras que con un cuchillo en la derecha trataba de enfriarlo. El viejo pudo zafar y comenzó a retroceder para intentar encerrarse en la casa. Rápidamente le corté el paso mientras gritaba:
-¡Vos te comiste a mi viejo! Sofía, colgada de mi espalda trataba de explicarme que no podía ser cierto lo que yo decía.
Logré soltarme y comencé a correr al rumano por el patio.
Sofía gritaba: –Vas a matar a Papá, evitando que lo acorralara para degollarlo.
De pronto empezó a pegarme en la cabeza con la madera que habíamos usado para acomodar los brasas. El sabor de la sangre hizo que me encegueciera totalmente. Me di vuelta para impedir los golpes, el antropófago aprovechó para encerrarse en la casa. Sofía, llorando me dijo que me fuera. Finalmente me empujó a la vereda. Cerró con un portazo a mis espaldas, me di vuelta, enjugué la sangre de mis ojos, me paré frente a la puerta cerrada, y empuñando el cuchillo grité:
-¡Vos te comiste a mi viejo!
Mis lágrimas se mezclaron con la sangre recordando el trágico final de papá.
Tratando de no caerme, encaminé mis pasos hacia la parada del colectivo. Me sequé la herida con el pañuelo, dejé caer el cuchillo, subí y emprendí la vuelta con los ojos empañados por las lágrimas.
Al pasar frente a las quintas de Urquiza note que el sol se asomaba lentamente. Cuando el matungo azul y blanco cruzó las vías de Lacroze dejé de llorar.
Este es el Blog de Rodolfo Jorge Rossi, nacido en la ciudad de La Plata, Argentina.
Cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A.
Trabajó en producción de programas radiales con José María Muñoz y Antonio Carrizo.
Ha publicado en el Diario “El Día” de su ciudad natal y en la Revista “Debate”.
Actualmente escribe en “Buenos Aires Tango y lo demás”, que dirigen los poetas Héctor Negro
y Eugenio Mandrini, y en “Tango Reporter” de la ciudad de Los Ángeles, EE.UU.
En 2007 publicó un libro de relatos “Croquis y siluetas familiares”, Editorial Vinciguerra.
Son padrinos celestiales de este sitio Fernando Pessoa, Carlos Gardel y el trompetista Rondinelli.
Cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A.
Trabajó en producción de programas radiales con José María Muñoz y Antonio Carrizo.
Ha publicado en el Diario “El Día” de su ciudad natal y en la Revista “Debate”.
Actualmente escribe en “Buenos Aires Tango y lo demás”, que dirigen los poetas Héctor Negro
y Eugenio Mandrini, y en “Tango Reporter” de la ciudad de Los Ángeles, EE.UU.
En 2007 publicó un libro de relatos “Croquis y siluetas familiares”, Editorial Vinciguerra.
Son padrinos celestiales de este sitio Fernando Pessoa, Carlos Gardel y el trompetista Rondinelli.
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