Hijo del amor, el francesito,
nació en Toulouse, la ciudad rosa,
de madre soltera y laboriosa,
Doña Berta, y de ignoto jovencito.
Tomaron el vapor para estos aires,
cuando Charles Romuald era un infante,
llegaron andrajosos, sin donaire,
a una ciudad azul, electrizante.
Se crío el niño en el Abasto,
barrio bravo de yiros y ladrones,
a Carlitos le gustaba el entrevero,
de ese barrio de guapos, sin santones.
(El amor a la vieja era severo).
Se hizo cantor el francesito
y talló muy bien entre los tauras,
que cantaban con alma de exquisitos,
pero solo Carlitos tenía el aura.
En barrocos quilombos de Varela,
comenzó su carrera prodigiosa,
de artista total, con mucha tela,
y cantor de garganta milagrosa,
con registro de bajo hasta zarzuela,
Seductor de mujeres cariñosas,
que besaban al Morocho noche y día,
su voz se asociaba, religiosa,
con la voz de Dios y su poesía.
Esa muestra de amor hacia Carlitos,
Cayó mal en la alta clerecía,
Y a partir de ese instante, tan penoso,
comenzó la cuenta regresiva.
Fue Pacelli emisario del luctuoso,
destino de la parca educativa,
decisión de Cardenal facineroso,
que marcó temprana muerte, imperativa.
Como Bruno, acercose irrespetuoso,
al reino y dominio Vaticano,
En la hoguera debe arder, meticuloso,
como ejemplo de cantor anticristiano.
Un agente secreto lo acompaña,
en su última gira, en aeroplano.
Da la orden, el Obispo, una alimaña,
y arde Carlos como mártir wagneriano.
La muerte del Morocho los alegra,
a la corte de corruptos Cardenales,
se emborrachan y sacando los puñales,
se acuchillan como perros de la guerra,
entre santos e imágenes florales.
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