Este es el Blog de Rodolfo Jorge Rossi, nacido en la ciudad de La Plata, Argentina.

Cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A.

Trabajó en producción de programas radiales con José María Muñoz y Antonio Carrizo.

Ha publicado en el Diario “El Día” de su ciudad natal y en la Revista “Debate”.

Actualmente escribe en “Buenos Aires Tango y lo demás”, que dirigen los poetas Héctor Negro
y Eugenio Mandrini, y en “Tango Reporter” de la ciudad de Los Ángeles, EE.UU.

En 2007 publicó un libro de relatos “Croquis y siluetas familiares”, Editorial Vinciguerra.

Son padrinos celestiales de este sitio Fernando Pessoa, Carlos Gardel y el trompetista Rondinelli.

domingo, 19 de julio de 2009

Un día en el colegio


Un día en el colegio
Rezaremos por el alma de un hombre que en la mañana de hoy tuvo la enorme fortuna de ser señalado por el dedo de Dios para caer muerto en la calle. Dios nuestro Señor lo conocía perfectamente, como conoce a todos los habitantes de la tierra.
Vuestro compañero Ponzinibio, viniendo para el colegio fue testigo silencioso del acontecimiento. Vio que alguien que caminaba unos pasos por delante, de improviso, lanzando un grito, se desplomó muerto en la vereda.
Y ahora bien, ¿estaba preparado para la muerte? No, seguramente no lo estaba. Porque nadie lo está si no ha recibido antes la comunión, que es el cuerpo sacramentado de Señor Jesús.
Y me pregunto: ¿cómo sería la persona que cayó fulminada en plena calle por mandato Divino? Porque no hay duda posible, y ninguno de ustedes se permita pensar un solo instante que el Señor no lo venía siguiendo y, por misterio celestial que nosotros simples mortales no podemos entender, decidió eliminarlo de improviso.
Y me pregunto nuevamente como sería el elegido. Pensemos en su hogar. Un hombre grande, mayor, seguramente con familia. Quizá gozaba de singular aprecio en nuestra ciudad. O tal vez no.
Y me pregunto también por qué nuestro Señor lo mató en la calle y no en la cama. ¿Tendrá alguien que lo llore? Sería un temeroso de Dios o un impío? ¿Por qué, después de bregar con ahínco, inesperadamente el Señor lo arrancó para siempre del amor o el afecto de lo suyos? O no hacía nada, o lo que es peor, ofendía a diario a Dios con sus blasfemias. O acaso era un vicioso sodomita, costumbre que repugna a nuestro Señor y desata su ira divina. ¿Producirá intenso dolor en su familia, si la tiene, su desaparición repentina, o un gran alivio porque el muerto era cuñado de Satanás?
Solo el Señor lo sabe y sabe también, en su infinita sabiduría, por qué eligió a ese pobre desgraciado. Matar de madrugada a un hombre mayor, que caminaba hacia vaya uno a saber donde. ¡Que va!
Y ustedes deben aprender que así como nuestro amadísimo Señor se deshizo esta mañana de ese infeliz, nos puede causar la muerte a cualquiera de nosotros en cualquier momento. Si no lo ha hecho ya. ¿Porque saben acaso ustedes si están vivos?
Quizá se están muriendo en este instante o ya están muertos y no se han dado cuenta todavía. O tal vez, están entrando ahora, en este preciso instante, en el mundo de los muertos.
Pero me temo que todos ustedes están vivos. Se nota en sus ojos el brillo concupiscente de los pecadores de la carne. Ustedes están presos del demonio de la lujuria como puede haberlo estado el señor que murió por la mañana.
Recemos, pecadores, por su alma, por el alma de ustedes, por la mía también, y que sea lo que Dios quiera porque, si el que murió en la calle era un hereje, ni Santa María Goretti lo salva.
Y ahora, desalmados, quiero hacerles una advertencia. Esta época en que vivimos ha llegado a tal tibieza en la fe, a tal insensibilidad en la comunión con Dios, que nos hemos alejado totalmente de la verdadera vida cristiana. Bajo el engañoso pretexto de la instrucción y de la ciencia, el demonio nos ha sumergido en la oscuridad y en la ignorancia de la razón. Ustedes deben pensar muy seriamente que si pecan sin arrepentirse, y no son castigados, sepan esto y que les quede claro, el día del juicio final el Señor no tendrá compasión.
Y para terminar quiero citar a uno de los Doctores de la Iglesia, el más sabio entre ellos, que de San Buenaventura se trata. Él, en su opúsculo mas estudiado por los teólogos nos dice que el que quiere liberarse del sufrimiento de las penas, debe esperar la llegada de otras penas aún peores, y solo así se tranquilizará.
A continuación el cura, dirigiéndose al primer alumno parado a su izquierda, ordenaba:
-A ver tú, inútil, de pie y arranca ya-, dando comienzo al rezo del rosario. El chico señalado decía la primera parte de la oración, y todos repetíamos a coro la segunda.
Nos dormíamos poco a poco, a medida que el rosario avanzaba. Cuando estábamos por perder la conciencia, el rezo llegaba a su fin.
El cura continuaba: “Hoy es San Ezequiel, profeta del antiguo testamento a quien San Jerónimo, en sus cumplidas profecías llamo Océano de Dios de los misterios del cielo. Y corresponde que leamos hoy el Evangelio de San Juan. ¿Pero saben que quiere decir Evangelio? Pero que van a saber si a ustedes lo único que les interesa es el culto de Onán.
Evangelio quiere decir traer buenas noticias, y en el cuarto evangelio Juan nos cuenta con detalle preciso la buena noticia de la vida de Señor Jesús. ¿Y que nos cuenta Juan? Nos cuenta en detalle la vida de Señor Jesús, el hijo de Dios. Y Juan es el primero que nos habla de un personaje que humilló a Señor Jesús en su calvario. Señor Jesús se arrastraba con su corona de espinas y la cruz a cuestas, cuando cayó de rodillas, extenuado y abrasado por la sed. Entonces dirigió su mirada hacia un fariseo que tenía a su lado, y suplicó por agua. Ese judío, que podría haber alcanzado la gloria eterna por calmarle la sed a nuestro redentor, golpeó con su mano el hombro de Señor Jesús, y le dijo: ¡-ala, arriba y anda deprisa-! Fijando su mirada celestial en el desalmado que le había negado agua, Señor Jesús contestó: -y tú, judío, andarás por el mundo hasta que yo vuelva.
Y ese tenebroso personaje, que le negó agua a Señor Jesús, camina desde ese día sin rumbo fijo por el planeta, descalzo, sin bolsa, pero todos ignoramos de dónde vienen las grandes sumas de dinero que maneja.
Y les quiero señalar una vez más que en pecado mortal están condenados a errar por toda la eternidad en los infiernos, donde irán a parar ustedes sin ninguna duda.
Y ahora, antes de confesarse para recibir la sagrada comunión, para terminar por hoy, recordemos que Señor Jesús nos mostró la senda que debemos seguir cuando dijo:-yo soy el camino. Amén”.
La confesión era seguida por la misa, después empezaban las materias escolares.
A las doce almorzábamos agradeciendo con oraciones el magro alimento. Un recreo y seguíamos con las clases ordinarias.
El día transcurría como si fuese un sueño en el cual flotábamos sin poder despertar.
Al atardecer podíamos irnos, la alegría era general, y al salir a la calle nos alejábamos deprisa. De vuelta a casa, sumergido en el ruido atronador que producía el amasijo de fierro viejo del tranvía, una sensación de alivio me embargaba.
A partir de ese momento y hasta la mañana siguiente la muerte era cosa del pasado.

Mi primo Jorge

Mi primo Jorge

Tío Mario se casó grande. Recién el día anterior a su cumpleaños número 45 Elena logró arrastrarlo al Registro Civil. Él justificaba su soltería por el accidente:- Es que siendo niño, en Córdoba, una hamaca que colgaba de una higuera me golpeó muy duro en la cabeza, repetía.
La historia era real. Mario después de sufrir el impacto estuvo desmayado unos minutos. Al reaccionar rodeado de familiares apenados lloró largo rato. Ya calmo contó que en el otro mundo se había encontrado con Santa Rita quién vestida de azul y oro, flotando en el aire le dijo:-Mario, no tengas hijos. Con respecto a otras cosas de la vida yo te protegeré, pero no se te vaya a ocurrir tener un hijo. Ahora volvé con tu madre que está muy preocupada.
Poco tiempo después del casamiento, Elena desobedeció el pacto con Mario, y quedó embarazada ante la desesperación de mi tío.
Nació un varón. Lo llamaron Jorge. En ese momento comenzó el drama porque el niño era un idiota total. Con enorme tristeza comprobó tío Mario que puede haber un destino peor que la muerte.
La enfermedad de mi primo era muy grave. La medicina descartó de entrada cualquier tratamiento, y lo único que aconsejaron los médicos era armarse de paciencia y esperar un milagro que, por supuesto, no se produjo.
Pasaron los años y lo único que despertaba el interés de Jorgito era el fútbol.
Cuando su madre deambulaba por consultorios de especialistas de toda laya
Jorgito, en un idioma inentendible, influenciado por los barrocos relatos de Fioravanti, narraba un partido de fútbol que nunca concluía.
Una día uno de mis primos tuvo la feliz idea de llevarlo a la cancha.
Esa noche se jugaba la última fecha del campeonato. Lo pasamos a buscar por su casa y fuimos al viejo estadio de la calle uno. Durante el partido no logramos que prestara atención al juego. En el espacio que hay entre la tribuna y el alambrado, se lo pasó relatando un partido inexistente, caminando de un lado a otro, llevándose la mano a la boca como si tuviese un micrófono.
Ni siquiera, pese a nuestro consejo, logramos que escupiese al Linesman, que con estoicismo y banderín solferino, corría a gran velocidad ignorando las amenazas de muerte y los gargajos.
Faltaba un minuto para que terminara el partido, ganábamos dos a uno y el mister no tuvo mejor idea que inventar un penal a favor del equipo contrario. Un penal sobre la hora, sancionado una templada noche de diciembre, en el último segundo del postrer partido.
Si era para matarse. Desbordados por la desesperación fuimos por Jorgito para que viese algo inusual. A trompadas logramos que detuviese su relato subnormal y prestase atención a la pena máxima del fútbol. Un morocho enorme, back de Rosario Central tomó carrera y despidió un shot certero. Pero nosotros debajo de los tres palos teníamos a Gabriel Ogando que estirándose hacia su derecha, con la punta de los dedos desvió el balón al corner. La euforia fue tal que Jorgito terminó para siempre con su infradotado relato. Su vista se clavó en el orangután negro que había pateado el penal y que ahora, doblado en dos, se agarraba la cabeza sin consuelo llorando como una mujer.
A partir de ese día Jorgito se convirtió en un eterno pateador de penales.
Gritaba fuera de si:-¡penal!, ¡penal!, ¡penal! Se acomodaba, tomaba carrera y después de patear el aire se agarraba la cabeza como el retinto canalla de Central. Tras cartón repetía el disparo desde los doce pasos y volvía a errarlo. Y así ad nauseam.
De nada valieron explicaciones, Jorgito era un oligo profundo.
No faltó el cínico de barrio que se acercara en la vereda, y susurrara en su oído:-pedazo de retarda, penal bien pateado es gol.
Pero Jorgito seguía pateando penales y tomándose la cabeza. Con mis primos hablamos con tía Elena y le dijimos que comentara con el especialista la nueva pasión de su hijo, para que el pobre, un día, convirtiese el penalty.
El médico contestó que era imposible. Que podía, con un severo tratamiento, hacer que Jorgito compensase su frustración con un gol de palomita. Concluyó:-Lamento decirle mi buena señora que lo del penal marrado es irreversible.
Años después nos mudamos a la capital con mi familia y dejé de verlos. Primero falleció tío Mario, después Elena. Mi primo fue a dar al psiquiátrico provincial.
Pasó el tiempo, y una tarde, por esas cosas que no tienen explicación decidí visitarlo. Cuando lo vi en el patio del loquero me emocioné. Estaba sucio y viejo. Me acerqué, le dije que era su primo, que hacía muchos años que no nos veíamos, pero no me registró. De pronto aulló: ¡penal!, ¡penal! Tomó carrera y con su raída alpargata le pegó a una pelota imaginaria. Luego se dobló en dos y se agarró la cabeza con ambas manos.
Cuando enfiló para volver a patear un loco que tomaba mate a mi lado mirándome a los ojos preguntó:- ¿Lo conoce? Luego, como si revelase un secreto bíblico, susurró:- Es el hijo de Delem.

Tío Leónidas

Tío Leónidas


Funebrero de profesión, tío Leónidas era lo contrario de su hermano Carlos. Furioso antiperonista, en la revolución del 55 y al grito de viva la libertad tomó a punta de pistola la comisaría del desolado paraje donde había instalado su funeraria. Redujo al comisario y a los pocos agentes que dormitaban placidamente, trajo dos percherones de la cochería, arrancó de cuajo un busto de Perón, y lo arrastró por las adoquinadas calles de su pueblo.
Casi en la marginalidad lo salvaba del escarnio su simpatía y ese don para la sonrisa que afloraba en los momentos más difíciles.
Casado con una catalana llamada Montse, que había llegado desde Barcelona acompañada por Maite, su hermana minorata.
Los veranos más lindos de mi infancia los pasé con ellos.
En la madrugada del primero de Diciembre mi padre me subía al tren que me dejaba, tras doce horas de viaje, en casa de mis tíos hasta el mes de Marzo.
Tío Leónidas me enseñó a dormir la siesta en los féretros que se exhibían en el gigantesco salón de la cochería. Las tardes de calor, después de disfrutar la maravillosa comida que preparaba mi tía, caminábamos eligiendo un cajón para hacer la siesta. Cuando despertaba me esperaba el arroz con leche que se ofrecía diariamente como merienda.
La mujer de Leónidas era linda, desenvuelta y cocinaba mejor que doña Petrona. La que venía fallada era Maite. Por la noche, después de la cena Leónidas preguntaba, tratando de romper el eterno silencio de su cuñada: -Maite, cuéntenos algo porque vamos a pensar que se ha quedado muda. Armándose de coraje Maite decía siempre lo mismo: “Amilcar Barca, general cartaginés, fundó Barcelona y murió poco después”. Luego callaba durante meses.
Una tarde en la que el calor no se soportaba, entró un vecino a la cochería y nos despertó. Tío Leónidas saltó del ataúd donde estaba sesteando, se dio cuenta que algo terrible había pasado.
Escuché adormilado:- Rogelio Villasuso se vino loco y degolló a la mujer y a los cuatro hijos. De inmediato Leónidas partió para el lugar del crimen.
Cuando volvió, pálido, dijo:-Nunca vi algo así. Con la cuchilla de cortar los bifes les abrió el cogote a todos, después se ahorcó.
Comimos en silencio. Mientras saboreábamos el postre dijo: -pibe, mañana te necesito. -Tenes que estar a mi lado en la carroza principal.
Después de cenar buscamos mortajas de angelitos y cajones blancos.
–Voy a elegir los mejores, dijo tío Leónidas, -porque un acontecimiento así en un pueblo de mierda como este se da cada muerte de Papa.
Esa noche dormí mal y estaba despierto desde hacía horas cuando tía Montse me trajo el tazón de mate cocido. Me vistieron con traje negro, moño y una camisa blanca impecable. En el bolsillo superior izquierdo del saco, bordado en oro decía, “Cochería Calomino”.
Orgulloso me senté en la carroza fúnebre junto a mi tío, y tirados por caballos cubiertos con mantos de terciopelo negro, llegamos a la casa de los muertos.
Bajé asustado tratando de que no se notara. Por suerte los seis cajones estaban cerrados y ante una multitud tomé la manija que me indicó un ayudante. Llevamos de a uno los ataúdes blancos hasta los carros. Después nos encaminamos hasta el cementerio donde una bandada de enterradores los hicieron descender lentamente hasta el fondo de la tierra. Una señora se acercó a una de las fosas, tomó un terrón, lo echó sobre el ataúd de Rogelio Villasuso y dijo: -reza por mí.
Después la multitud hizo cola para arrojar tierra sobre los muertos.
Cuando regresamos mucha gente se dio cita en la cochería para comentar los sucesos. Mis tías servían licor y café. Avanzada la noche tío Leónidas, abrumado, llamó a Maite y con firmeza le ordenó: -Por favor haga que la gente se vaya. Entonces Maite, saliendo de su letargo de años, se dirigió a los presentes y declamó:
“La vela se está apagando, Rogelio no va a venir, no los estoy echando, pero si se quieren ir...”
El público se dispersó de inmediato y en silencio.
Así terminó el día más importante de mi vida.

Tío Carlos

Tío Carlos

Mi primer recuerdo infantil es el siguiente: Abuela leyendo en un diario la reseña de la visita de Einstein a nuestra ciudad, y la conferencia ofrecida por el fundador de la física moderna en el Colegio Nacional.
Oigo: -mi hijo Carlos es más vivo que el rusito este.
A pesar de mi corta edad registré en algún lugar de la memoria las palabras escuchadas que aparecerían en forma reiterada cuando, de grande, observaba con curiosidad la conducta oblicua de tío Carlos, mi padrino.
Se ganaba la vida pasando a máquina voluminosos expedientes judiciales, tarea que realizaba a velocidad demencial mientras comía uva chinche, cuyos hollejos eran escupidos con certera puntería en un recipiente ad-hoc.
Cuando nos cruzábamos por la calle con un mendigo, Carlos decía sin excepción:-este es feliz. Al preguntarle sobre el motivo de alegría de un hombre que caminaba sucio y prácticamente desnudo, pidiendo por favor un pedazo de pan, acotaba:- no paga impuestos, no tiene casa, suegra, mujer ni hijos que mantener, va por donde quiere y se queda de apoliyo en cualquier lado. Luego, sonriendo canchero, agregaba:-¿que más puede pedir? Otras veces, en la esquina de su casa, con la barra de amigos del club, al escuchar una historia graciosa, comenzaba a tomar aire mientras revoleaba en círculo ambas manos con los índices erguidos y daba inicio a una risa demencial que terminaba en un alarido feroz, mientras sus dedos seguían girando velozmente en rápidos movimientos circulares. En las tórridas noches de Enero, con la puerta de su habitación abierta sobre el patio, mientras ayudábamos a poner la mesa, escuchábamos como seguía a través de la radio las cambiantes circunstancias de un partido de bochas.
A oscuras, en un agujero negro donde solo se veía el amarillento botón de encendido del receptor, oía, tratando de no romper la magia del éter, como la delicada voz de un relator uruguayo decía:
“Ahora le toca el turno al crédito de Durazno que intentará arrimar con la lisa.” Continuaba: “arrima la lisa, la lisa, arrimó la lisa”. “Ahora es el turno de la rayada, que en la mano del gran Wilmar de Canelones, intentará la proeza”. “Y arrima, arrima, arrima la rayada”.
De golpe se hacía el silencio y de la oscuridad emergía la sonriente figura de tío Carlos. Mientras se sentaba a la mesa tendida en el patio para comer con la fresca, mascullaba:-son países en joda. –Causan gracia. Miraba al azar y cuando se encontraba con los ojos de cualquiera, decía: - Un país que transmite partidos de bochas por radio demuestra a las claras que sus habitantes son una manga de hijos de puta.
Después sumergía su cabeza en la magia del puchero.
Peronista y de los peores, intentaba de esa manera humillar a los habitantes de la banda oriental, que en esa circunstancia histórica habían apoyado con entusiasmo la autodenominada revolución libertadora.
En la cancha, donde concurríamos los domingos, se mantenía circunspecto y con un cigarrillo siempre encendido en su mano derecha. Una tarde en que Pellegrina pateó desde la casa y le rompió el arco a un casi adolescente Amadeo, electrificados por el misil nos pusimos de pie para gritar el gol. Tío se quedó sentado, impertérrito. Cuando contentos comentábamos el notable tanto del Payo, Carlos, como Platón en el ágora, dijo:-no lo festejé porque desde hace rato sabía que venía.
Acerca de la personalidad de gente como esa se ha escrito y analizado en profundidad.
Martínez Estrada lo hubiese definido como un típico guarango, dada su falta de realidad, su incapacidad para apreciar la corrección y la oportunidad, su desconocimiento de lo que es culto y civil.
En personajes como Carlos se manifiestan las características que fueron exaltadas en nuestro país en su época más oscura.
Años después, desconcertado por la conducta de padrino pregunte a mi abuelo, el profesor, que había pensado cuando mi padre se presento en casa con su futura familia política, y en especial que había sentido cuando sus ojos, que en distintos hospitales públicos habían visto todo, se toparon con esa tribu desastrosa.
contestó: -gente como tu tío he visto muchas veces. En jaulas.

Viaje sentimental

Viaje sentimental

La conocí en un baile de carnaval donde actuaba Miguel Caló. Mientras esperaba la entrada de la orquesta de las estrellas la vi sola caminando por el club. Vestía con sencillez y su rostro era el de un ángel.
Cuando escuché el piano de Maderna me dirigí a la pista. Parada junto a otras chicas miraba la multitud.
Venciendo mi timidez la miré a los ojos, levanté las cejas, haciendo un gesto con la cabeza la invité a bailar. Sorprendida, como si estuviese resignada a que nadie reparase en su persona, accedió. Mientras bailábamos la conversación giró sobre generalidades. Me sentía a gusto con ella entre mis brazos. Cuando la milonga estaba en lo mejor dijo que tenía que retirarse porque vivía lejos, y agregó, tímida: -en Munro.
Le aclaré que era del interior, porque en el escaso tiempo que llevaba en Buenos Aires sabía el malestar que provocaba en los habitantes de la Capital ignorar dónde quedaban los cien barrios porteños y sus interminables orillas.
-Soy del interior, dije
-Munro queda pasando la Avenida General Paz, enseguida, pegado a Olivos.
-Si querés te acompaño hasta tu casa y así nos podemos quedar un rato más.
-Muy amable de tu parte, contestó.
Seguimos con Caló, y entramos en un sueño escuchando la voz de Alberto Podestá. La música venía del pasado, y en la irrealidad del tango recordé el tremendo final de mi viejo.
Me abrace a mi compañera hasta que la música terminó.
-Es hora de irnos, dijo y caminando lentamente nos dirigimos hacia la parada del colectivo. Subimos a una unidad arruinada, pintada de azul y blanco. El artefacto se puso en marcha y lentamente atravesamos la Avenida Caseros.
Sofía, comentaba el viaje. -En este momento va despacio. Durante el día, en horas pico tarda mucho en cruzar el once, que es lo peor. Transitábamos por la calle Rioja.
-¿Es muy tarde?, preguntó.
-Las dos de la mañana. Cruzamos Independencia, Belgrano y llegamos a la plaza; luego el colectivo tomo muy despacio la Avenida Pueyrredón. Yo había apoyado mi brazo sobre sus hombros y viajábamos en silencio. Sofía se fue acomodando en el asiento con su cabeza en mi pecho. Me puso nervioso la facilidad con que se presentaban las cosas. Cuando cruzamos Córdoba dijo: -siempre soñé con conocer alguien como vos, amable, que se ofrezca llevarme a casa.
Lentamente el colectivo continuaba su recorrido.
Cuando nos enfrentamos a Garibaldi miré el reloj. Hacía una hora que habíamos subido al mamotreto azul y blanco. Pasamos frente al negro Falucho para remontar el curso de la Avenida Cabildo. El colectivo se detuvo en la barrera de Palermo.
Reanudamos la marcha. Yo trataba de mantenerme despierto mientras Sofía roncaba con fruición. En algún lugar doblamos a la izquierda y luego de trepar las lomas de Nuñez nos sumergimos en la misteriosa Villa Urquiza.
En las esquinas los faroles desprendían una luz tenue mientras el colectivo marchaba lentamente. De pronto estuvimos frente a la mítica Avenida General Paz. Sofía comenzó a moverse y se despertó.
–Estamos en Martelli. Para llegar a casa falta poco. Miré el reloj, llevábamos dos horas de viaje.
Aceleró un poco por Cajaraville para volver a su marcha lenta en José Ingenieros. Por fin, cuando comenzaba la tierra, en el fondo de la calle Silveira, se detuvo.
– ¡Final del recorrido!, exclamó el chofer. Cuando descendimos su mirada acompañó las nalgas de Sofía hasta que doblamos la esquina.
-Una cuadra y llegamos a casa, dijo. Finalmente nos detuvimos frente a un humilde chalet. La oscuridad era casi total por que las copas de los árboles tapaban la luz de un farol. Solo escuchaba la respiración de Sofía y el silencio. La tome de la cintura y nos besamos. –Tengo que entrar, dijo, -papá debe estar levantado. -No le gusta que permanezca en la vereda. Quedamos en vernos en la semana y emprendí el regreso. Subí a un colectivo que calentaba el motor. Me senté y desde la ventanilla pude ver al chofer de nuestro viaje de ida chupando una bombilla, pensativo
Cuando nos pusimos en marcha el suburbio comenzó apareció de a poco frente a la luz del amanecer.
Al otro día ubiqué a Sofía por teléfono y nos citamos en un café de la Avenida de Mayo. Me deslumbró. En el baile me había gustado, pero luego, con ese viaje hacia el infierno, había perdido la noción de su belleza extraordinaria. Contó que vivía con su padre, que su madre había muerto cuando ella nació. Agregó: -papá es rumano, está muy mal el pobre. Pero su enfermedad no se cura con remedios, la lleva en el alma.
Yo le hablé de mi infancia en la provincia, de la trágica muerte de mi padre, de mi vida en Buenos Aires donde todo me costaba mucho, empezando por las grandes y agresivas distancias que uno debía remediar en tenebrosos colectivos, sin comparación con los placenteros viajes en tranvía de mi pueblo.
La tomé de la mano, le dije que era única, y me jugué. –quisiera estar con vos en otro lado.
-Me parece bien, pero tengo que decirte algo. No soy virgen.
Nos dirigimos caminando a un mueble de la calle Piedras. Las horas pasaron velozmente y cuando nos retiramos estábamos unidos para siempre.
Los días, a partir de aquella tarde memorable, se hicieron felices. La esperaba en el café de siempre; luego hacíamos el amor hasta cansarnos.
Lo único que me hacía mal era el viaje en colectivo hasta Munro.
Una noche, mientras conversábamos después del desenfreno, le dije que quería casarme con ella. Sofía, desconcertada, contestó que ella también. Preguntó cuando.
-Ahora, mañana, que sé yo, lo antes posible.
-Tenes que conocer a mi padre.
Al otro día, antes de concurrir a nuestro nido de la calle Piedras, dijo: -Le conté a Papá tu propuesta. El sábado a la noche te espera en casa para comer un asado.
El día convenido, a las nueve en punto de la noche, estaba sentado con Sofía y el rumano, debajo de una parra en el patio del modesto chalet de Munro. La noche tibia hacía agradable la reunión. El rumano hablaba un español desastroso. Me costaba entender que decía, y tuve que hacer un gran esfuerzo para seguirlo.
Cuando sirvió el asado, pasadas las once de la noche, varias botellas vacías rodaban sobre las baldosas. El rumano tomaba vino como si fuese agua de la canilla. Yo lo seguía con entusiasmo. Mientras comíamos siguió dándole al tinto. Después del postre se puso más locuaz todavía. Contó su infancia en Bucarest, y mientras abría botellas comenzó con sus relatos de la guerra. Yo tenía a esa altura el oído acostumbrado y lo seguía con facilidad. En ese momento hablaba de trincheras, la supervivencia en las mismas con lluvias torrenciales en verano, barro y ratas. El frío terrible del invierno, veinte grados bajo cero durante meses.
En un momento, en la jerga que mascullaba, contó que luego de la batalla de Veliko Tarnovo, en los Cárpatos, después de semanas bajo el hielo y sin alimento, comenzaron a comerse los cadáveres congelados.
Yo me estaba llevando un vaso de vino a los labios en ese momento. Mi mano derecha empezó a temblar. A través de la parra adiviné, patente, la presencia de mi padre. No podía disimular mis espasmos que no eran, a esa altura, solamente de la mano derecha, sino que parecía poseído por el mal de San Vito.
Con mi mejor voz pregunté: -¿después de que batalla se comieron a los muertos?
El rumano respondió en jerigonzo: -la batalla de Veliko Tarnovo, en los Cárpatos.
En ese momento exploté: -¡Vos te comiste a mi viejo! ¡Vos te comiste a mi viejo! Continué a los gritos: -¡Vos te comiste a mi viejo, y la reputa madre que te parió! Manoteé el cuello del rumano con la mano izquierda, mientras que con un cuchillo en la derecha trataba de enfriarlo. El viejo pudo zafar y comenzó a retroceder para intentar encerrarse en la casa. Rápidamente le corté el paso mientras gritaba:
-¡Vos te comiste a mi viejo! Sofía, colgada de mi espalda trataba de explicarme que no podía ser cierto lo que yo decía.
Logré soltarme y comencé a correr al rumano por el patio.
Sofía gritaba: –Vas a matar a Papá, evitando que lo acorralara para degollarlo.
De pronto empezó a pegarme en la cabeza con la madera que habíamos usado para acomodar los brasas. El sabor de la sangre hizo que me encegueciera totalmente. Me di vuelta para impedir los golpes, el antropófago aprovechó para encerrarse en la casa. Sofía, llorando me dijo que me fuera. Finalmente me empujó a la vereda. Cerró con un portazo a mis espaldas, me di vuelta, enjugué la sangre de mis ojos, me paré frente a la puerta cerrada, y empuñando el cuchillo grité:
-¡Vos te comiste a mi viejo!
Mis lágrimas se mezclaron con la sangre recordando el trágico final de papá.
Tratando de no caerme, encaminé mis pasos hacia la parada del colectivo. Me sequé la herida con el pañuelo, dejé caer el cuchillo, subí y emprendí la vuelta con los ojos empañados por las lágrimas.
Al pasar frente a las quintas de Urquiza note que el sol se asomaba lentamente. Cuando el matungo azul y blanco cruzó las vías de Lacroze dejé de llorar.

Pasional

Pasional


“Chambón. Eso es lo que soy. Un verdadero chambón. Yo, que fui de todos el primero, en la que me vengo meter.
Además, en esta noche terrible se acabó todo entre nosotros. Después del papel que me obligó a desempeñar la relación está terminada.
Yo venía maliciando sus exigencias y estupideces, palpitando que a la larga me pondrían en fuga. Mi padre decía que el género humano está formado por dos grupos de personas. Los ingenuos como yo, ansiosos de que los amen, y los que a todas horas luchan por imponer su voluntad.
Irene es la abanderada del segundo grupo.
Lo que pasó es que en los últimos años me había invadido la desesperanza. La enfermedad de viejos que me aqueja me llevó a creer que ya no podría escapar a la inaceptable certidumbre de la vejez.
Fue la época en que me había dado cuenta que las mujeres se acostaban conmigo sin la alegría de antes; se encamaban ahora con un prestigioso dinosaurio.
Tiempo en que comenzaron los dolores y me creí retirado para siempre.
Un mediodía, mientras almorzaba donde lo hago siempre, se acercó ella para decirme, resuelta, que admiraba mi obra. La invité a sentarse. Contó que estudiaba letras y comenzó con todos los lugares comunes de las estudiantes de latín y griego, pero, qué importancia tenía si era una potranca. Cuando notó que estaba interesado, comenzó a preguntarme sobre mis libros y amistades literarias, tratando de demostrar que sabía más que yo acerca de mi propia obra. Tomamos un segundo café pero lamentablemente ese día tenía que reunirme con mi editor. Nos levantamos, caminamos hasta la vereda, ella dijo que quería volver a verme. Nos citamos para la tarde siguiente en un café de la Recoleta.
Al otro día la conversación continuó sobre gustos literarios y la novela que me publicarían próximamente. Después, lentamente la fui llevando a otro terreno, menos literario pero también interesante. El de los afectos, la intimidad y el amor. Contó que estaba sola, es decir no tenía novio, que lo había tenido pero que todo se había terminado.
Agregó que vivía en la zona norte. Su familia, dijo, no era la ideal. Entre sus padres la relación era conflictiva. Además uno de sus hermanos padecía serios problemas emocionales, y el más chico no era hijo de su padre.
A esa altura yo estaba conmovido. Su discurso erótico-literario me atraía. El fuego se encendió con su relato, y yo que había pasado los 60 años, que ya no era, que simplemente estaba, quedé deslumbrado. Cuando atardeció le dije que tenía que retirarme.”
–A las nueve debo estar en casa, mi mujer, como vos sabés es mayor, además está enferma. Mañana si queres podemos vernos. Quiero leerte lo que estoy escribiendo.
“La cité para la tarde siguiente en un piso que tengo para esos menesteres. Luego, mientras comía con Malvina, escuchando sus temores, no solamente mi pensamiento estaba con Irene sino todo mi cuerpo parecía haber vuelto a los 30 años y al vigor de entonces. Cuando me acosté, en el silencio de la noche temí no verla más. Desperté muy temprano, ansioso por la cita concertada. Irene llegó a las dos de la tarde en punto.
Nos sentamos y comencé a relatarle el plan que tenía para mi próxima novela. La miré a los ojos y me di cuenta que la literatura estaba de más. La besé. Mis manos comenzaron a recorrer su cuerpo casi adolescente. La toqué con gran prolijidad porque un ejemplar así no aparece todos los días entre los brazos de un sexagenario prostático.
Minutos después estábamos en la cama donde tuve una actuación más que digna. Yacíamos en la penumbra de la habitación cuando noté que no se quedaría conforme con lo realizado. La niña iba por más.
Mi temor era no poder atender con la debida cortesía los requerimientos sexuales, al borde del desenfreno, de la bella Irene.
Nuevamente mi actuación fue sobresaliente.
Luego del amor se tornó verborrágica. Yo la escuchaba deslumbrado. Su discurso cambiante pasaba del manso y piadoso Chesterton a historias de sexo crudo, descarnado, donde mi admirada era la protagonista. De improviso encendió la luz. Me vi reflejado en el espejo y maula el tiempo. Cerré los ojos. Después de todo mi performance había sido más que digna. Estaba feliz después de comer el duro pan de la vejez , después de muchos años amargos. Irene me puso en carrera de nuevo y , nobleza obliga, se lo reconozco.
Pero lo de esta noche es imperdonable, hacer el papel que hice solo por complacer sus caprichos. Pero volviendo a la primera vez desmiento que las tardes a las tardes son iguales. Aquella fue inolvidable y distinta a todas. A partir de ese día nuestros encuentros fueron diarios y desenfrenados. Irene era sexo en estado puro.
Durante el año que pasé con ella volví de la muerte, recuperé el brillo y el rango. Me sentía rejuvenecido, jovial, feliz, esperando que el reloj diese las dos para estar pegado a mi amante hasta la noche.
Fue un año inolvidable.
Pero lo de hoy hace que emprenda la fuga para siempre.
Hará cosa de un mes comentó, en pleno coito, que en pocos días cumplía veinte años. Le dije que teníamos que festejarlo. Contestó que lo único que quería era que concurriese a su casa para celebrar con su familia. No contesté el disparate propuesto porque si me desconcentraba perdería la erección. Después del amor, cuando recuperaba fuerzas, acotó: -No respondiste a mi pedido.
-Cuál pedido.
-Que vengas a casa el día de mi cumpleaños.
Guardé silencio.
-Estoy esperando tu respuesta, dijo con voz de maestra normal.
“Con torpeza mascullé algo, parecido a una disculpa, esperando que se ofendiese. Cuando imaginaba lo peor tomó mi sexo y jugó con él como si fuese un helado de crema, de los que yo saboreaba de niño en la confitería El Aguila.
Se rindió cuando llegó la hora de irnos. Me retire en estado de gracia.
Al otro día, cuando estabamos en lo mejor de la primera vuelta volvió a mencionar el cumpleaños. Luego, mientras descansábamos dijo: -hasta ahora no te pedí nada. Sos casado y me lo tengo que aguantar. Comes con ella todos los días. Bueno es así. Pero cumplo veinte años y quiero que vengas a casa para festejar conmigo. Vas a conocer a mi familia. No es la mejor pero es la que tengo. Un esfuerzo podes hacer por mí. Además todos en casa saben que soy tu amante. ¿Crees que papá piensa que vengo a tu casa para tomar el té y hablar de libros? Por favor. Mi viejo tiene la sospecha que su hija salió como la madre.
Esa tarde el sexo se terminó temprano. Desorientado, intenté hablar de bueyes perdidos. Irene pasó rápidamente de las sórdidas comparaciones con su madre a citar de memoria un soneto celestial de mi amigo Eduardito González Lanuza.
Estaba perplejo porque cambiaba de improviso. Decía algo procaz y un instante después se convertía en un ser sublime. Durante unos días no mencionó el tema, pero yo sabía que en algún momento volvería a la carga. Se tomó su tiempo.
Una tarde en plena actividad susurró: -faltan tres días para mi cumpleaños número veinte. ¿Te decidiste?
Cuando nos vestíamos para irnos repitió la pregunta. Le dije que sí, que iría. Me arrepentí, pero ya era tarde.
Llegó el día tan temido y un viernes otoñal me di traslado.
Estacione frente a su casa. Tomé coraje e hice sonar el timbre.
Una señora lindísima abrió la puerta. –Lo esperábamos, dijo. -Soy Marta, la madre de Irene.
Entré. Enseguida apareció la hija. Me dio un ostentoso beso en la boca y exclamó eufórica: -te voy a presentar a mi familia.
La seguí. Detrás caminaba la madre diciendo que yo era su escritor preferido. Desembocamos en una sala donde, de pie junto a un piano, encontré a un señor que me miró con asco. El padre, deduje. Conocí a los hermanos o medio hermanos, y a innumerables tías. Había, además algunos compañeros de facultad de Irene, con sus rostros ocultos por largas barbas, como los personajes de un film de Einsestein. Tomé asiento y me sirvieron un jerez seco. Todos me miraban porque era, sin ninguna duda, la atracción de la fiesta. Como el número vivo en los cines.
En un momento Marta dijo: -podemos pasar a comer. Me hicieron sentar en la cabecera.
A mi derecha se sentó Irene, a mi izquierda la madre. Todo transcurría con enorme lentitud.
Cuando promediaba el segundo plato e Irene sonreía feliz sentí una mano deslizarse por mi muslo buscando el miembro con desesperación. Un puño se cerró sobre él y lo acarició con maestría. Yo estaba paralizado.
Levanté la vista y me encontré con la mirada desafiante de Marta. Ante mis ojos suplicantes aflojó los dedos y quedé en libertad.
En algún momento llegó el postre. Una porción de torta horneada por la abuela de Irene.
Ante las ponderaciones recibidas la anciana sonreía con suficiencia, luciendo un râtelier desastroso.
Mientras tanto sentía la mirada criminal del padre y escuchaba el cotorreo de las mujeres que comentaban con la boca llena mi trayectoria intelectual.
De pronto Irene pidió silencio y anunció nuestro próximo compromiso.
Se preparó para soplar las veinte velas de la torta principal. Me paré y me acerqué a la mesa. El padre vino caminando detrás. Era rengo, detalle que su hija nunca había mencionado. Irene me tomó de la mano y sin soltarme dijo: -voy a pedir tres deseos. Cerró los ojos y sopló. Comenzaron a entonar canciones en alemán. El rengo cantaba impostando su cornuda voz de tenor como si fuese Enrico Caruso. Yo quería escaparme a casa lo antes posible. Después de cortar la torta Irene se sentó a mi lado y me preguntó como lo estaba pasando. Contesté: ¡ muy bien! ¿Que otra cosa podía decir? Ella, locuaz, dirigía la reunión, y desbocada anunció un viaje que haríamos juntos a París.
A esa altura de la noche ya no quería irme, quería matarme. Marta me miraba descaradamente, Irene ya me daba casado con ella, mientras el rengo caminaba por la enorme estancia con las manos tomadas en la espalda. Los hermanos devoraban impávidos las distintas variedades de la prestigiosa repostería bohemia.
Desde su mesa los boyardos me miraban con desprecio, pensando, con toda razón, que yo era un viejo oligarca.
Me acordé entonces del negro José, muy popular en el barrio norte, mendigo y bufón de los niños de clase alta. Yo lo miraba desde el balcón de mi casa. El negro hacía piruetas y ensayaba algún paso de baile. Le arrojábamos monedas que nos agradecía con una sonrisa deslumbrante de enormes dientes blancos.
Esa fiesta infame me había convertido en ese negro de mierda. Lo único que faltaba, colmada la curiosidad de los invitados, era que me tirasen monedas como las que yo le arrojaba al pordiosero.
Decidí irme. Me armé de valor, me puse de pie y comuniqué mi retirada. Irene dijo autoritaria: - no te podes ir todavía.
¿-Por qué?
Me miró con odio y masculló: -Falta el café.
Sonriendo dije: -lo tengo prohibido.
Le tendí la mano a la madre que la estrechó, se acercó y buscó sin disimulo mis labios. Saludé abuelas, tías, estudiantes, hermanos, y al bastardo. Comencé a deslizarme hacia la puerta escuchando a mis espaldas los desparejos pasos del padre.
Irene sorprendida me abrió la puerta y caminamos juntos hasta el auto.
-¿Te pasa algo? preguntó.
-Para nada, es que mañana tengo que sacar los pasajes para Europa. ¿Te gustaría viajar en primera clase?
- Claro que sí, afirmó.
Nos besamos con pasión, subí al auto y emprendí la fuga.

La casa de las flores

La casa de las flores

Una mañana de febrero caminábamos por las veredas de Hernández tratando de no caer en las zanjas desbordadas por la lluvia.
Al llegar a la casa de Rosa, tía Estela se detuvo frente a la entrada cubierta de flores. Desde la vereda veíamos a una mujer canosa, sentada en un banco de plaza, que respondía las preguntas formuladas por mi tía.
-Siemprevivas son las de color más intenso, Azucenas, las blancas.
Retomamos el camino. Solo habíamos hecho unos metros cuando un disparo nos sobresaltó. Algo había pasado porque veíamos que todos corrían en dirección a la casa de las flores.
Continuamos esquivando los charcos hasta llegar a lo de César, el almacenero.
Al regresar nos alcanzó mi padre. Alterado contó: -Rosa, la mujer de Nicola, el pocero, se suicidó. –Me vino a buscar para que la llevase en auto al hospital pero cuando llegamos a su casa ya era tarde. Estaba en el banco que hay en el patio, se pegó un tiro en la cabeza.
Rosa empuñaba el revolver cuando mi tía irrumpió para preguntarle por las flores. ¿Como hizo para ocultar él arma, contestar las preguntas con amabilidad, esperar a que nos fuésemos, y matarse?
A la tarde fuimos hasta la casa de la muerta, nos abrimos paso entre grupos de vecinos pero nos quedamos en la puerta.
Luego del entierro traté de no conocer detalles del velorio.
Mi curiosidad pudo más. Una tarde en que pescábamos en el zanjón de Albistur me armé de coraje y pregunté: ¿-la vieron a Rosa?
-Claro que la vimos. El balazo entró por un lado, salió por el otro, y en cada agujero le habían puesto una flor amarilla. La cara estaba cubierta con pétalos blancos. Antes de cerrar el cajón Nicola besó sus ojos.
-El cortejo salió al atardecer por que dijo el cura que a los suicidas se los entierra de noche.
Cuando regresaba con la bolsa de ranas al hombro, escuché: -Para salir del cementerio caminamos detrás del viudo.

Lastra

Lastra

“El negro Lastra desayunaba en el despacho de bebidas de un almacén roñoso que estaba frente a la Estación.
El dueño, un gallego, lo esperaba temprano con un vaso de ginebra que el negro tomaba rápido para pedir otro de inmediato. Después, anestesiado, chupaba tranquilo hasta mediodía.
Una mañana, cuando entró, supo que algo desgraciado iba a suceder. Ante una mesa estaba sentado Nicolosi, acompañado por un amigo y dos mujeres. Lo habían visto y ya no podía retroceder. Resignado, se acodó en el mostrador y pidió lo de siempre.
La cachada empezó de inmediato. Nicolosi, dirigiéndose a la runfla carcelaria que lo acompañaba, dijo en voz alta: -Lastra está siempre con Fontana y todos sabemos que son amigos. Hubo risas. Comenzaban a humillarlo y él no estaba para eso. Pensó indignado -me va a cargar un italiano, cosa que le resultaba intolerable. Lo irritaba también el clima de euforia que flotaba alrededor de la mesa compartida por Nicolosi, su amigo y las mujeres, arrastradas desde un tugurio del barrio de los Stud donde habían pasado la noche.
Nicolosi volvió a abrir la boca: -yo creo que Lastra y Fontana son más que amigos. Las risas del entorno esta vez sonaron sin ningún respeto. El negro, cabizbajo, tomó el teléfono del mostrador, pidió a la operadora con su casa y cuando su mujer atendió el llamado, dijo:-envolveme el revólver en un diario y venite rápido a lo de Moura. -Compra algo y deja el paquete lo mas cerca mío posible.
Rápidamente la mujer cumplió con lo ordenado. Ahora el envoltorio estaba a su lado y tenía que abrirlo con recato.
Nicolosi volvió a hablar envalentonado por el silencio de su ofendido.
-Seguro que llamaste a Fontana para invitarlo a salir. Las risas se habían transformado en carcajadas, pero a esta altura Lastra no escuchaba porque toda su atención estaba centrada en abrir el paquete, que tapaba con su cuerpo.
Con las uñas rompió el papel y tuvo, por fin, el arma en su mano derecha. Colocó la máquina dentro del saco arqueándose levemente, como si le doliese el estómago.
Finalmente estaba tranquilo. Pidió otra copa y tomó despacio.
La mesa de Nicolosi era una fiesta. Sus integrantes, agrandados ante la pasividad de Lastra, se movían como San Vito. Las mujeres lloraban de risa, y sus lágrimas se abrían paso lentamente en la gruesa costra de pintura que ostentaban.
El negro decidió irse. Cuando enfiló para la calle, Nicolosi insistió:
¿- hablaste con Fontanita? Lastra respondió: -Sí, hablé, le dije que estabas con unos amigos, no sabes que contento se puso. Te manda esto, y sacando su mano del interior del saco descargó el revólver ante la sorpresa del gringo. Después se fue a su casa.
Pregunté: ¿-Tiró a pegar?
-¿Si tiró a pegar? Se los pegó en la cabeza” .
Años después saliendo del Hipódromo me crucé con Lastra. Saludó cortés. Llevaba un sobretodo negro sobre los hombros”.

El sueño

El sueño

Aquel invierno fue distinto.
Desde los primeros días de Junio las heladas que cubrían la ciudad señalaban algo fuera de lo común.
Los discípulos del Profesor Montenegro sabíamos que los misterios de la vida podían descifrarse observando el comportamiento de los animales y los cambios climáticos.
En su modesta casa de Punta Lara, nuestro maestro nos había enseñado la manera precisa de leer la realidad, relacionando la conducta de los perros con el frío y las tormentas del oeste.
La ola polar que nos abatía, y el concierto de ladridos que se escuchaba por la noche presagiaban los acontecimientos por venir.
En esos años yo concurría diariamente a la sala de lectura de la Biblioteca de la Universidad, Me sentaba siempre en el mismo lugar.
Una mañana, cuando levanté la vista del libro los vi. Vestían traje negro y lucían ambos una almidonada camisa blanca, cerrada hasta el botón del cuello. No usaban corbata. Casi albinos, ostentaban un anacrónico peinado donde abundaba la gomina. Eran mellizos
Ese día había poca gente leyendo, era temprano y los empeñosos empleados de la Biblioteca combatían el intenso frío con éxito nulo, y estufas de querosén.
Día a día, intrigado, comencé a observar con atención a la pareja de negro. Los mellizos revisaban diarios viejos. De improviso se sobresaltaban, y preocupados, con un diario en sus manos, caminaban rápidamente hasta desaparecer detrás de una puerta muy pequeña.
Con excepción de un breve descanso para almorzar, usaban esa rutina durante toda la jornada, hasta la hora de cierre.
Todos los días a las ocho en punto los veía llegar. Venían caminado a través de la Plaza, cortando camino por los canteros cubiertos de escarcha. Una vez adentro comenzaba la rutina. Pedían diarios, buscaban algo, y cuando lo encontraban salían disparados para desaparecer detrás de la pequeña puerta. Una mañana, durante la ronda de mate cocido intenté hablar con ellos. El que estaba a mi derecha levantó la vista unos segundos, miró como si no me viese y siguió leyendo.
Deduje que las noticias que ellos buscaban alguien las leía, y esa persona se encontraba detrás de la puerta.
Ese día, cuando la Biblioteca cerró me paré en la entrada para ver la salida de los empleados, que yo conocía en su totalidad. Una hora después, el portero puso llave al pesado portón de hierro y se fue rápidamente.
Caminando de regreso a casa decidí esconderme en el depósito, y durante la noche recorrerla para tratar de encontrar una explicación al misterio.
Al otro día, con una linterna en el bolsillo me presenté en la sala de lectura. Los mellizos ya estaban leyendo sendos diarios y repitieron su rutina. La jornada transcurrió fría y morosa. Cuando faltaban minutos para el cierre me deslicé hacia el depósito donde me escondí detrás de una estantería repleta de libros sin clasificar.
Se fue haciendo silencio y de golpe se apagó la luz. Dejé pasar unos minutos para asegurarme de que no hubiese quedado nadie en el edificio, saqué la linterna, la encendí, y salí del depósito.
Fui a la sala donde diariamente leía con los mellizos y una vez ahí caminé hacia la pequeña puerta por donde llevaban los diarios al desconocido, la abrí asustado e iluminé un pasillo por donde empecé a caminar.
Alguien tosía. Me dirigí resuelto hacia el fin de la negrura y apoyé el oído contra una puerta. La tos resonó nuevamente, tomé el picaporte y la abrí.
Sentado ante un escritorio se encontraba un señor de edad avanzada, piel oscura y ojos negros. Sostenía entre los dedos de su mano derecha un cigarrillo encendido. Con la otra acomodaba las hojas de un vetusto ejemplar de Crítica.
Fumaba en silencio y después de un minuto largo dijo: - Qué hacés acá, que querés. Conté que los mellizos me habían llamado la atención y que a través de ellos había llegado hasta él.
- Me descubriste.
–Que descubrí?
- Te voy a tener que contar lo que hago. –Los mellizos están encargados de leer diarios y saben que noticias me interesan. -Con el contenido de los periódicos yo recreo los acontecimientos a mi gusto y placer porque la realidad me necesita.
-Soy uno de los miembros de la organización encargada de soñar el mundo. –El planeta está dividido en zonas, cada una de la cuales tiene un Gobernador y a mí me toco este lugar perdido-. –No me quejo. –Hay lugares peores y además, en sitios marginales como este, aparecen personajes que no se dan en otros lados. –Los Gobernadores dependemos directamente del Señor, pero el Todopoderoso es de una soberbia celestial y no sale de sí mismo. –Nos designó sus delegados para hacer el trabajo que su orgullo no le permite realizar.
Curioso pregunté:-Usted dice que ha conocido a personajes singulares, cuál es a su juicio el más original.
-Son muchos años pero hay historias y gente fuera de lo común-.-Después de tanto tiempo no tengo duda que Carlos Gardel está por encima de todos.
- El morocho era único. -Seductor, inteligente, con una pinta imponente y esa voz inigualable. -Era el número uno.
-También tenía muchos defectos, explotaba mujeres, era taimado y ladrón. - Un canalla. -Varias veces me pregunté como se llega a ser Gardel y no tengo respuesta, yo, que precisamente estoy para eso. -Por eso lo ayudé.
-Carlitos murió asesinado en una sórdida cuestión prostibularia. –Entonces le soñé una muerte heroica, achicharrado en el avión junto a su cómplice Lepera. –La realidad del zorzal era la marginalidad, pero le di un final mitológico.
–Después soñé a un escritor llamado Jorge Mora, le hice escribir un libro que titulé “Los últimos diez días de Carlos Gardel”, donde el maestro es un ejemplo a seguir-. –Le inventé además un romance con Peregrina Otero de Souto, cuyo nombre artístico era Loretta Dartés, donde Gardel es un novio cabal. –La madre de Carlitos, Berta Gardés, en ese libro es casta, buena y humilde. –En la realidad Doña Berta era otra cosa. –La francesa regenteaba a tres pupilas que ejercían en la ruinosa casa de la calle Jean Jaurés, propiedad que luego de años Carlitos pudo comprar. –El morocho no quería a su madre porque era una atorranta. –Por suerte pude dejar impoluta la memoria de Don Carlos.
–Logré mi cometido porque hoy el bronce que sonríe nos deslumbra a todos y cada día canta mejor. –Te pongo el ejemplo de Gardel porque es una figura mundial, pero he forjado grandes destinos a seres insignificantes.
-Uno de ellos es Jorge Cracco. –En el barrio lo apodaban Tarira y era un idiota público. –Me emocionó que la madre le dijese “santito”, y rezaran juntos arrodillados en la vereda, entonces, al pobrecito Tarira, incapaz de armar una frase de más de cinco palabras, le soñé un destino de grandeza en el campo del pensamiento.
–Cracco tuvo dos momentos culminantes en su carrera. –El primero fue en el Congreso Internacional de Filosofía que se realizó en Mendoza en 1949. –Tarira pronunció el discurso inaugural y dijo: “la filosofía ha dejado de ser esotérica y misteriosa para convertirse en verdad revelada, claramente expuesta en la doctrina peronista, que es la savia misma del renacer espiritual de la republica. –Palabras de un ininputable al que aplaudieron de pie.
–Su otro gran momento fue la discusión que tuvo con Martín Heidegger en Berlín en el año 1953. –Tarira enfrentó a la bestia y refutó las tesis ontológicas del carnicero bávaro. –A su regreso lo nombraron Profesor Emérito.
-En cuanto a las historias la que más golpea es la de Edipo-. –Hace dos mil quinientos años se comunicó conmigo el Gobernador de la quinta zona para consultarme acerca de un relato del finado Sófocles.–Debo confesarte que lloré cuando el ciego Tiresias le cuenta a Edipo que este, luego de asesinar a su padre, ha tenido sexo con su madre. –Pero Edipo, en la primera versión, no cree una sola palabra de lo escuchado, y de ese modo logra escapar a su destino.
–Entonces realicé el milagro.- Corregí la obra de Sófocles logrando que nuestro personaje aceptara como verdadera la falsa historia inventada por Tiresias. – Simplemente con un sueño logré desatar el drama haciendo que Edipo se arranque los ojos.
-Pasaron muchos años y me había olvidado por completo de la tragedia pero apareció el brujo de Viena que la reflotó con notable éxito de público. –Ese médico, tenía talento literario, y fue el creador de personajes que se igualan con los de Shakespeare.
–Además desentrañó el mundo de los sueños, tema que yo conozco en profundidad, creando una obra que pertenece a la literatura fantástica. El viejo luego de una pausa reflexionó: -Ahora bien, lo que no me explico es como lo pueden tomar en serio.
Hizo silencio, encendió otro cigarrillo y continuó: - estás helado y en un rato llegarán los mellizos con diarios que tengo que recrear. –Estamos en un proyecto grande y estoy pensando que vos podés formar parte del mismo. –Junto a mis colegas, los Gobernadores, vamos a soñar de nuevo la historia del mundo. –En pocos días todo perecerá para ser soñado nuevamente. –Si querés podes acompañar a los mellizos en la gesta heroica de la nueva creación del universo.- En una tarjeta voy a escribir un mensaje. – Se la entregas por la mañana y ellos sabrán que hacer. Me extendió la tarjeta y exclamó– Podes irte. –Sentate en la sala general y nadie se dará cuenta que pasaste la noche conmigo.
Cuando me levantaba agregó: - Te quiero decir una última cosa. –Aunque el mundo se termine y tenga que soñar todo de nuevo estoy condenado al presente.- Si el pasado y el futuro existen quisiera saber donde están.
En silencio me retire de su despacho. Me senté en el lugar de siempre a esperar la llegada de la pareja de negro.

Destino

Destino

Juan nació en una familia que integraba, orgullosa, la incipiente clase media nacional, en años tranquilos, cuando el tiempo transcurría con enorme lentitud.
Su padre, poseedor de gran vuelo comercial, había hecho fortuna administrando bienes de inmigrantes, cambiando dinero y girándolo al exterior. Su madre se dedicaba a la casa, y hubiera sido feliz si un mal recuerdo no la atormentase a diario. Una tarde, cuando amamantaba a su hijo, había visto la tragedia reflejada en los ojos del niño. Esa imagen la acompañó siempre, y desde entonces la angustiada mujer, una calabresa primitiva, trató de inculcar en Juan los principios de la religión para conjurar el maleficio. Creía que con devoción y misa cotidiana salvaría a su hijo del final que había adivinado en su mirada. Juan fue educado con todo rigor en colegios religiosos donde, sacerdotes con menos cerebro que una mula trataron de inculcarle el culto oficial. Pero a él no le interesaban los mandamientos, y se aburrió con las virtudes teologales. Tampoco se conmovió cuando trataron de asustarlo con la calurosa eternidad del infierno. Lo único que temía era la oscuridad. Todo lo demás no importaba, y observaba con sarcasmo a su padre cuando decía, orgulloso, que su única religión era el trabajo. De lunes a sábado estaba en su comercio de cambio y giros. El domingo, después de acudir al servicio religioso para complacer a su mujer, amasaba la pasta para almorzar en familia. Comían los tres en silencio. Recordaba que una vez, ante un reproche por su reserva, el padre había salido de su mutismo para contestar con firmeza: -el lenguaje administrativo es mi único lenguaje.
Pasó el tiempo y un día Juan se recibió de contador. La carrera le pareció tediosa como la vida que transcurría lentamente en el austero departamento de la calle Ríobamba. En una oportunidad, por compromiso, y ante la insistencia de su madre acudió a una reunión familiar. En medio del festejo, cuando el sopor se tornaba intolerable, conoció a Lucía. Sus ojos, distintos, y de un intenso color violeta lo atraparon de inmediato.
Ahora tenía un título universitario, una novia con la que pronto se casaría, y un porvenir sin sobresaltos.
Días antes de la boda mantuvo una conversación con su padre.
Este manifestó que con sus estudios podía hacerse cargo del negocio familiar, y con el trabajo de ambos transformar la floreciente casa de cambios en un pequeño banco y con el tiempo expandirse para formar parte de la banca nacional. A Juan no le interesó la idea. Tampoco le causó sorpresa porque conocía las ambiciones de su progenitor, que coincidían con la mediocre aspiración de los inmigrantes enriquecidos.
La vida en familia, que transcurría entre la religión y el trabajo le parecía siniestra. Su corazón no estaba en ningún lado.
Descubrió el juego cuando acompañó a un amigo hasta una mesa de póquer y la partida diaria pasó a ser el motivo más importante de su existencia. El paño, los jugadores, la penumbra, y la magia de las barajas le cambiaron la vida. Su realidad ya no sería la misma. Ahora podía prescindir de todo menos del juego.
Se casó con la mujer de los ojos color violeta, compartían cierta armonía familiar porque ella no interfería en sus pasiones nocturnas. Los días transcurrían monótonos en el estudio contable pero al recordar que a la noche lo esperaba la carpeta, su mirada adquiría un brillo intenso.
Lucía no se preocupaba por la pasión de su marido. Ella quería un hijo, y sobresalir en la escuela donde era maestra de primer grado. Juan tenía libertad total y ahora, gracias al juego se olvidaba de la amenaza de la noche, a la que siempre había temido.
Durante las horas que duraba una partida adquiría una lucidez extraordinaria y solo flotaba en el tiempo.
Pasaron años sin que la rutina cambiara un ápice. Dicen que el que juega lo hace para hacer preguntas. Para Juan esas preguntas nunca tuvieron respuesta. La única certeza era que él no podría vivir sin jugar. Fue antes de una partida cuando escuchó decir:- en el póquer está el mundo entero.
Esto resonó durante días en su cabeza. Si bien su inteligencia le informaba que lo escuchado era un error, se daba cuenta que él trataba de aprisionar la vida en el juego, y que ésta solo se manifestaba en la noche, rodeado de grises carpeteros.
La vida con su mujer era distante, y el éxito profesional sólo le importaba porque le permitía un tren de juego notable, sin medida.
En esa época comenzó a leer cosas extrañas en el rostro de sus ocasionales compañeros. Lo que veía comenzó de a poco a causarle cierta alarma. Esas caras, pensaba mientras mezclaba el mazo, me están diciendo algo. A medida que el tiempo transcurría las señales eran más claras. Ya no se encontraban solamente en las caras sino también en distintos lugares de la ciudad, en los oxidados carteles de las calles porteñas, y en los rostros brutales de los mozos asturianos del restaurante que frecuentaba bajo su casa.
Un día, instalado en el garito, mientras trataba de memorizar las cartas que habían salido, le llamó la atención el aspecto de un nuevo compañero de mesa. Su rostro, pensó, es como un libro en el que puedo leer cosas extrañas. Terminada la partida caminaron juntos hasta el auto de Juan y este se ofreció a llevarlo, cosa que su nuevo compañero rechazó: dijo: - descanse que al atardecer hay que seguirla.
Cuando reanudaron, jugó como nunca y con el nuevo día, caminando hacia el estacionamiento el jugador desconocido comentó: -Podríamos desayunar. Entraron en un café y una vez ubicados dijo: - Quería conversar porque hace tiempo que lo vengo observando, y debo decirle con total seguridad que está por descubrir los secretos del póquer.
–Sin duda usted sabe que la circulación de la sangre y el escolazo tienen un significado oculto. Con su talento ha llegado al umbral del misterio. Si quiere le cuento los secretos que le faltan para conocer totalmente el misterio de los naipes. -Si acepta el desafío el futuro le pertenecerá, pero debo advertirle que todo puede terminar mal, y con esto quiero decir que el final puede ser feroz. -Hay una premisa universal que deberá tener presente y cumplirla a rajatabla. -Para evitar la tragedia tendrá que abstenerse por completo de tocar el dinero de los ricos, si no lo hace desatará la ira divina de los oligarcas.
Juan argumentó: -yo soy rico.
La réplica fue certera: - Me sorprende que alguien con gran inteligencia para algunas cosas, en otros aspectos de la realidad se maneje como un ingenuo. –Usted no existe, y al parecer no capta la verdadera dimensión de lo que son los grandes burgueses.
-Tienen el poder, gozan de total impunidad, si llegase a meter la uña en algún bolsillo privilegiado se tornaran implacables y lo asesinarán. -Para ellos usted no es nadie, solamente un contable al que se le paga bien.
-Sugiere que mi condición social es similar a la de un sirviente.
–Exactamente eso es lo que quiero decir, contestó el desconocido para exponer luego la información que faltaba sobre el funcionamiento del póquer. En un momento, ya avanzada la mañana, Juan se dirigió al baño a lavarse la cara porque había pasado la noche en vela. Cuando volvió a la mesa la encontró vacía. Desconcertado preguntó a un mozo. Desde el mostrador le contestaron: -su amigo pagó y se fue.
Salió a la calle pero había desaparecido.
A partir de ese día no paró de ganar. Sin embargo con el transcurso del tiempo, descubrió desilusionado que había una relación inversamente proporcional entre el éxito nocturno, y la pasión por el juego. Entonces, desesperado por su progresivo desgano, para recuperar la emoción perdida, decidió desafiar los consejos del desconocido.
En esos años administraba los bienes de una familia tradicional. Retiró de la cuenta de ésta una enorme suma de dinero, y esa misma noche, después de años de ganar sin medida, perdió todo.
Al día siguiente tomó conciencia de lo que había hecho.
Se presentó ante su opulento empleador, Trató de explicarle la situación reconociendo su grueso error, y le comunicó que en pocos días repondría el faltante, renunciando, por supuesto, a su cargo en la administración de estancias y propiedades.
El poderoso lo miró a los ojos con asco. Después de un largo silencio le dijo que el dinero no tenía ninguna importancia, que lo que estaba en juego era el honor, que aceptaba la renuncia solamente si cumplía con su deber, y fríamente le explicó cual era la solución.
–Si usted no cumple con lo que acabo de ordenar, lo matará, de todos modos, el escándalo social. Y agregó: – Un mierda como usted tendría que saber que con gente como yo no se juega. Luego se puso de pie, sin darle la mano le señaló la puerta.
Al salir a la calle el miedo lo alcanzó.
La vida perdió el único sentido que tenía y comenzó, a partir de ese momento, a crecer el terror. La carpeta ya no le servía para escapar a su destino. Le costaba levantarse y la perspectiva nocturna, que antes era un aliciente, ya no significaba nada. Se quedaba en casa y en largas jornadas escuchaba los monocordes relatos de su mujer sobre el colegio. Cayó en un mutismo total. Lucía estaba feliz porque su marido pasaba los días con ella, sin saber que el corazón de su compañero estaba muerto.
Una noche de insomnio Juan supo que el silencio era una voz. Al prescindir del juego había elegido el final que de manera precisa le había señalado su patrón. Descubrió en ese momento que si cualquier día es bueno para nacer, también debe serlo para morir.
Con enorme alivio decidió que esa sería su última jornada.
El único inconveniente era que Lucía no iba a salir, estaba en compañía de una hermana. Las convenció para que fuesen a un cine ubicado a pocos metros de su casa. -Solamente tienen que cruzar la avenida, les dijo, y acotó: -Podrán disfrutar, según me comentaron, de una vista extraordinaria.
Una vez que las mujeres se retiraron llamó por teléfono a un amigo, le comunicó que su vida terminaba en ese momento, y le pidió que esperase a Lucía en la puerta de calle a su regreso para darle la noticia.
Fue a buscar el arma. Mientras probaba la carga recordó la frase de su padre. Pensó que el lenguaje administrativo era el lenguaje de la locura.
Al sentarse en el mejor sillón de la sala para terminar con todo adivinó detrás del ventanal la mirada de su madre. Apoyó el revolver sin saber que cumplía con lo que ella había visto en sus ojos.

La muerte de mi padre

La muerte de mi padre

Papá murió el 5 de Abril de 1965, pero nadie se dio cuenta de ello, ni siquiera él, que fue el mas perjudicado por el hecho. Era lunes y recuerdo que fue el día que nos mudamos a Buenos Aires.
Si bien su vida se acabó, la inercia nos llevó a no reparar en su muerte y
exigirle, a veces con autoritarismo, que se comportase como si estuviese vivo.
De nada valieron sus quejas porque como el no se sabía fallecido, manifestaba en forma extraña su nueva condición.
Comenzó con una gran melancolía, con añoranzas de La Plata y su Palacio de Tribunales, y de a poco fue entrando en una profunda depresión. Debe ser triste estar muerto y que nadie sé de cuenta.
Esta primera etapa duró cuatro años, porque en Enero de 1969 murió mi abuelo, su padre, lo que desencadenó en él una locura africana.
A partir de esa fecha empezó lentamente su descomposición física.
Con problemas en la piel que lo hacían padecer enormes ardores, su color palidecía primero, para oscurecerse luego y volver al blanco profundo.
Comenzó entonces a buscar soluciones a través de diversos caminos.
Probó con tenebrosos psiquíatras y lo que logró es que a base de electroschok y antidepresivos la locura y su caminar de muerto en vida se acrecentaran.
Después intentó con el alcohol, solución fácil pero efímera. Sin embargo, en una borrachería de la calle Serrano, escuchó de boca de un curda amigo el primer diagnóstico preciso: -Sabe lo que le pasa jefe, usted está muerto y no lo sabe, con todo respeto.
Este acontecimiento fue contado en casa risueñamente, provocando una ira irracional, cargada de violencia en mi madre y la familia de ésta, integrada en su totalidad por ladrones, subnormales y estúpidos crónicos.
Por las dudas no se habló mas del tema y tratamos de disimular la situación, - de por si bastante extraña -, de convivir con un muerto.
Mi hermana se fue del país, mi hermano se reía y decía que no pasaba nada. Yo me fui a vivir solo.
Pasaron los años y papá estaba cada vez peor, mamá más agresiva y desagradable, y los demás sin saber que hacer, tornándose lo cotidiano en una pesadilla para todos.
Hasta que un día decidí tomar el toro por las astas y enterrarlo.
Lo llamé por teléfono, le dije que quería hablar con él y nos citamos en un café cercano a su casa. Le expliqué que era víctima de una situación insostenible, y que después de 20 años del aciago día de nuestra mudanza, había llegado el momento final.
-Papá, vos estas muerto, le dije. Me miró con enorme alivio y se desplomó. Al otro día lo cremamos, eufemismo del incendio que provocó su cadáver en el Columborio de la Chacarita. El Sr. Vaccaro, jefe del mismo, me dijo, en un lenguaje no exento de poesía: -Nunca, y llevo muchos años en esto, vi arder un cuerpo con tanta alegría.
Llevé a casa la urna que contenía sus restos, la dejé en el sótano y ahí habría quedado si papá no hubiese comenzado a caminar de noche.
Lo veía en el jardín sentado en una silla de mimbre, aparecía en los lugares más inesperados y si bien sus rasgos eran los mismos, su piel mantenía un color indefinido.
Cansado, decidí desprenderme de sus cenizas y las arrojé en el barroso cauce del arroyo Carnaval, en Villa Elisa.
Algunas noches aparece por casa entre las tres y cuatro de la mañana. Me despierta y se queda en silencio a mi lado. Parece estar contento y sus rasgos siguen siendo los mismos.
Lo único que a variado un poco es el tono de su piel. Ahora es verde inglés.