Este es el Blog de Rodolfo Jorge Rossi, nacido en la ciudad de La Plata, Argentina.

Cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A.

Trabajó en producción de programas radiales con José María Muñoz y Antonio Carrizo.

Ha publicado en el Diario “El Día” de su ciudad natal y en la Revista “Debate”.

Actualmente escribe en “Buenos Aires Tango y lo demás”, que dirigen los poetas Héctor Negro
y Eugenio Mandrini, y en “Tango Reporter” de la ciudad de Los Ángeles, EE.UU.

En 2007 publicó un libro de relatos “Croquis y siluetas familiares”, Editorial Vinciguerra.

Son padrinos celestiales de este sitio Fernando Pessoa, Carlos Gardel y el trompetista Rondinelli.

domingo, 19 de julio de 2009

Destino

Destino

Juan nació en una familia que integraba, orgullosa, la incipiente clase media nacional, en años tranquilos, cuando el tiempo transcurría con enorme lentitud.
Su padre, poseedor de gran vuelo comercial, había hecho fortuna administrando bienes de inmigrantes, cambiando dinero y girándolo al exterior. Su madre se dedicaba a la casa, y hubiera sido feliz si un mal recuerdo no la atormentase a diario. Una tarde, cuando amamantaba a su hijo, había visto la tragedia reflejada en los ojos del niño. Esa imagen la acompañó siempre, y desde entonces la angustiada mujer, una calabresa primitiva, trató de inculcar en Juan los principios de la religión para conjurar el maleficio. Creía que con devoción y misa cotidiana salvaría a su hijo del final que había adivinado en su mirada. Juan fue educado con todo rigor en colegios religiosos donde, sacerdotes con menos cerebro que una mula trataron de inculcarle el culto oficial. Pero a él no le interesaban los mandamientos, y se aburrió con las virtudes teologales. Tampoco se conmovió cuando trataron de asustarlo con la calurosa eternidad del infierno. Lo único que temía era la oscuridad. Todo lo demás no importaba, y observaba con sarcasmo a su padre cuando decía, orgulloso, que su única religión era el trabajo. De lunes a sábado estaba en su comercio de cambio y giros. El domingo, después de acudir al servicio religioso para complacer a su mujer, amasaba la pasta para almorzar en familia. Comían los tres en silencio. Recordaba que una vez, ante un reproche por su reserva, el padre había salido de su mutismo para contestar con firmeza: -el lenguaje administrativo es mi único lenguaje.
Pasó el tiempo y un día Juan se recibió de contador. La carrera le pareció tediosa como la vida que transcurría lentamente en el austero departamento de la calle Ríobamba. En una oportunidad, por compromiso, y ante la insistencia de su madre acudió a una reunión familiar. En medio del festejo, cuando el sopor se tornaba intolerable, conoció a Lucía. Sus ojos, distintos, y de un intenso color violeta lo atraparon de inmediato.
Ahora tenía un título universitario, una novia con la que pronto se casaría, y un porvenir sin sobresaltos.
Días antes de la boda mantuvo una conversación con su padre.
Este manifestó que con sus estudios podía hacerse cargo del negocio familiar, y con el trabajo de ambos transformar la floreciente casa de cambios en un pequeño banco y con el tiempo expandirse para formar parte de la banca nacional. A Juan no le interesó la idea. Tampoco le causó sorpresa porque conocía las ambiciones de su progenitor, que coincidían con la mediocre aspiración de los inmigrantes enriquecidos.
La vida en familia, que transcurría entre la religión y el trabajo le parecía siniestra. Su corazón no estaba en ningún lado.
Descubrió el juego cuando acompañó a un amigo hasta una mesa de póquer y la partida diaria pasó a ser el motivo más importante de su existencia. El paño, los jugadores, la penumbra, y la magia de las barajas le cambiaron la vida. Su realidad ya no sería la misma. Ahora podía prescindir de todo menos del juego.
Se casó con la mujer de los ojos color violeta, compartían cierta armonía familiar porque ella no interfería en sus pasiones nocturnas. Los días transcurrían monótonos en el estudio contable pero al recordar que a la noche lo esperaba la carpeta, su mirada adquiría un brillo intenso.
Lucía no se preocupaba por la pasión de su marido. Ella quería un hijo, y sobresalir en la escuela donde era maestra de primer grado. Juan tenía libertad total y ahora, gracias al juego se olvidaba de la amenaza de la noche, a la que siempre había temido.
Durante las horas que duraba una partida adquiría una lucidez extraordinaria y solo flotaba en el tiempo.
Pasaron años sin que la rutina cambiara un ápice. Dicen que el que juega lo hace para hacer preguntas. Para Juan esas preguntas nunca tuvieron respuesta. La única certeza era que él no podría vivir sin jugar. Fue antes de una partida cuando escuchó decir:- en el póquer está el mundo entero.
Esto resonó durante días en su cabeza. Si bien su inteligencia le informaba que lo escuchado era un error, se daba cuenta que él trataba de aprisionar la vida en el juego, y que ésta solo se manifestaba en la noche, rodeado de grises carpeteros.
La vida con su mujer era distante, y el éxito profesional sólo le importaba porque le permitía un tren de juego notable, sin medida.
En esa época comenzó a leer cosas extrañas en el rostro de sus ocasionales compañeros. Lo que veía comenzó de a poco a causarle cierta alarma. Esas caras, pensaba mientras mezclaba el mazo, me están diciendo algo. A medida que el tiempo transcurría las señales eran más claras. Ya no se encontraban solamente en las caras sino también en distintos lugares de la ciudad, en los oxidados carteles de las calles porteñas, y en los rostros brutales de los mozos asturianos del restaurante que frecuentaba bajo su casa.
Un día, instalado en el garito, mientras trataba de memorizar las cartas que habían salido, le llamó la atención el aspecto de un nuevo compañero de mesa. Su rostro, pensó, es como un libro en el que puedo leer cosas extrañas. Terminada la partida caminaron juntos hasta el auto de Juan y este se ofreció a llevarlo, cosa que su nuevo compañero rechazó: dijo: - descanse que al atardecer hay que seguirla.
Cuando reanudaron, jugó como nunca y con el nuevo día, caminando hacia el estacionamiento el jugador desconocido comentó: -Podríamos desayunar. Entraron en un café y una vez ubicados dijo: - Quería conversar porque hace tiempo que lo vengo observando, y debo decirle con total seguridad que está por descubrir los secretos del póquer.
–Sin duda usted sabe que la circulación de la sangre y el escolazo tienen un significado oculto. Con su talento ha llegado al umbral del misterio. Si quiere le cuento los secretos que le faltan para conocer totalmente el misterio de los naipes. -Si acepta el desafío el futuro le pertenecerá, pero debo advertirle que todo puede terminar mal, y con esto quiero decir que el final puede ser feroz. -Hay una premisa universal que deberá tener presente y cumplirla a rajatabla. -Para evitar la tragedia tendrá que abstenerse por completo de tocar el dinero de los ricos, si no lo hace desatará la ira divina de los oligarcas.
Juan argumentó: -yo soy rico.
La réplica fue certera: - Me sorprende que alguien con gran inteligencia para algunas cosas, en otros aspectos de la realidad se maneje como un ingenuo. –Usted no existe, y al parecer no capta la verdadera dimensión de lo que son los grandes burgueses.
-Tienen el poder, gozan de total impunidad, si llegase a meter la uña en algún bolsillo privilegiado se tornaran implacables y lo asesinarán. -Para ellos usted no es nadie, solamente un contable al que se le paga bien.
-Sugiere que mi condición social es similar a la de un sirviente.
–Exactamente eso es lo que quiero decir, contestó el desconocido para exponer luego la información que faltaba sobre el funcionamiento del póquer. En un momento, ya avanzada la mañana, Juan se dirigió al baño a lavarse la cara porque había pasado la noche en vela. Cuando volvió a la mesa la encontró vacía. Desconcertado preguntó a un mozo. Desde el mostrador le contestaron: -su amigo pagó y se fue.
Salió a la calle pero había desaparecido.
A partir de ese día no paró de ganar. Sin embargo con el transcurso del tiempo, descubrió desilusionado que había una relación inversamente proporcional entre el éxito nocturno, y la pasión por el juego. Entonces, desesperado por su progresivo desgano, para recuperar la emoción perdida, decidió desafiar los consejos del desconocido.
En esos años administraba los bienes de una familia tradicional. Retiró de la cuenta de ésta una enorme suma de dinero, y esa misma noche, después de años de ganar sin medida, perdió todo.
Al día siguiente tomó conciencia de lo que había hecho.
Se presentó ante su opulento empleador, Trató de explicarle la situación reconociendo su grueso error, y le comunicó que en pocos días repondría el faltante, renunciando, por supuesto, a su cargo en la administración de estancias y propiedades.
El poderoso lo miró a los ojos con asco. Después de un largo silencio le dijo que el dinero no tenía ninguna importancia, que lo que estaba en juego era el honor, que aceptaba la renuncia solamente si cumplía con su deber, y fríamente le explicó cual era la solución.
–Si usted no cumple con lo que acabo de ordenar, lo matará, de todos modos, el escándalo social. Y agregó: – Un mierda como usted tendría que saber que con gente como yo no se juega. Luego se puso de pie, sin darle la mano le señaló la puerta.
Al salir a la calle el miedo lo alcanzó.
La vida perdió el único sentido que tenía y comenzó, a partir de ese momento, a crecer el terror. La carpeta ya no le servía para escapar a su destino. Le costaba levantarse y la perspectiva nocturna, que antes era un aliciente, ya no significaba nada. Se quedaba en casa y en largas jornadas escuchaba los monocordes relatos de su mujer sobre el colegio. Cayó en un mutismo total. Lucía estaba feliz porque su marido pasaba los días con ella, sin saber que el corazón de su compañero estaba muerto.
Una noche de insomnio Juan supo que el silencio era una voz. Al prescindir del juego había elegido el final que de manera precisa le había señalado su patrón. Descubrió en ese momento que si cualquier día es bueno para nacer, también debe serlo para morir.
Con enorme alivio decidió que esa sería su última jornada.
El único inconveniente era que Lucía no iba a salir, estaba en compañía de una hermana. Las convenció para que fuesen a un cine ubicado a pocos metros de su casa. -Solamente tienen que cruzar la avenida, les dijo, y acotó: -Podrán disfrutar, según me comentaron, de una vista extraordinaria.
Una vez que las mujeres se retiraron llamó por teléfono a un amigo, le comunicó que su vida terminaba en ese momento, y le pidió que esperase a Lucía en la puerta de calle a su regreso para darle la noticia.
Fue a buscar el arma. Mientras probaba la carga recordó la frase de su padre. Pensó que el lenguaje administrativo era el lenguaje de la locura.
Al sentarse en el mejor sillón de la sala para terminar con todo adivinó detrás del ventanal la mirada de su madre. Apoyó el revolver sin saber que cumplía con lo que ella había visto en sus ojos.

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