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domingo, 19 de julio de 2009

Tío Leónidas

Tío Leónidas


Funebrero de profesión, tío Leónidas era lo contrario de su hermano Carlos. Furioso antiperonista, en la revolución del 55 y al grito de viva la libertad tomó a punta de pistola la comisaría del desolado paraje donde había instalado su funeraria. Redujo al comisario y a los pocos agentes que dormitaban placidamente, trajo dos percherones de la cochería, arrancó de cuajo un busto de Perón, y lo arrastró por las adoquinadas calles de su pueblo.
Casi en la marginalidad lo salvaba del escarnio su simpatía y ese don para la sonrisa que afloraba en los momentos más difíciles.
Casado con una catalana llamada Montse, que había llegado desde Barcelona acompañada por Maite, su hermana minorata.
Los veranos más lindos de mi infancia los pasé con ellos.
En la madrugada del primero de Diciembre mi padre me subía al tren que me dejaba, tras doce horas de viaje, en casa de mis tíos hasta el mes de Marzo.
Tío Leónidas me enseñó a dormir la siesta en los féretros que se exhibían en el gigantesco salón de la cochería. Las tardes de calor, después de disfrutar la maravillosa comida que preparaba mi tía, caminábamos eligiendo un cajón para hacer la siesta. Cuando despertaba me esperaba el arroz con leche que se ofrecía diariamente como merienda.
La mujer de Leónidas era linda, desenvuelta y cocinaba mejor que doña Petrona. La que venía fallada era Maite. Por la noche, después de la cena Leónidas preguntaba, tratando de romper el eterno silencio de su cuñada: -Maite, cuéntenos algo porque vamos a pensar que se ha quedado muda. Armándose de coraje Maite decía siempre lo mismo: “Amilcar Barca, general cartaginés, fundó Barcelona y murió poco después”. Luego callaba durante meses.
Una tarde en la que el calor no se soportaba, entró un vecino a la cochería y nos despertó. Tío Leónidas saltó del ataúd donde estaba sesteando, se dio cuenta que algo terrible había pasado.
Escuché adormilado:- Rogelio Villasuso se vino loco y degolló a la mujer y a los cuatro hijos. De inmediato Leónidas partió para el lugar del crimen.
Cuando volvió, pálido, dijo:-Nunca vi algo así. Con la cuchilla de cortar los bifes les abrió el cogote a todos, después se ahorcó.
Comimos en silencio. Mientras saboreábamos el postre dijo: -pibe, mañana te necesito. -Tenes que estar a mi lado en la carroza principal.
Después de cenar buscamos mortajas de angelitos y cajones blancos.
–Voy a elegir los mejores, dijo tío Leónidas, -porque un acontecimiento así en un pueblo de mierda como este se da cada muerte de Papa.
Esa noche dormí mal y estaba despierto desde hacía horas cuando tía Montse me trajo el tazón de mate cocido. Me vistieron con traje negro, moño y una camisa blanca impecable. En el bolsillo superior izquierdo del saco, bordado en oro decía, “Cochería Calomino”.
Orgulloso me senté en la carroza fúnebre junto a mi tío, y tirados por caballos cubiertos con mantos de terciopelo negro, llegamos a la casa de los muertos.
Bajé asustado tratando de que no se notara. Por suerte los seis cajones estaban cerrados y ante una multitud tomé la manija que me indicó un ayudante. Llevamos de a uno los ataúdes blancos hasta los carros. Después nos encaminamos hasta el cementerio donde una bandada de enterradores los hicieron descender lentamente hasta el fondo de la tierra. Una señora se acercó a una de las fosas, tomó un terrón, lo echó sobre el ataúd de Rogelio Villasuso y dijo: -reza por mí.
Después la multitud hizo cola para arrojar tierra sobre los muertos.
Cuando regresamos mucha gente se dio cita en la cochería para comentar los sucesos. Mis tías servían licor y café. Avanzada la noche tío Leónidas, abrumado, llamó a Maite y con firmeza le ordenó: -Por favor haga que la gente se vaya. Entonces Maite, saliendo de su letargo de años, se dirigió a los presentes y declamó:
“La vela se está apagando, Rogelio no va a venir, no los estoy echando, pero si se quieren ir...”
El público se dispersó de inmediato y en silencio.
Así terminó el día más importante de mi vida.

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