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domingo, 19 de julio de 2009

Mi primo Jorge

Mi primo Jorge

Tío Mario se casó grande. Recién el día anterior a su cumpleaños número 45 Elena logró arrastrarlo al Registro Civil. Él justificaba su soltería por el accidente:- Es que siendo niño, en Córdoba, una hamaca que colgaba de una higuera me golpeó muy duro en la cabeza, repetía.
La historia era real. Mario después de sufrir el impacto estuvo desmayado unos minutos. Al reaccionar rodeado de familiares apenados lloró largo rato. Ya calmo contó que en el otro mundo se había encontrado con Santa Rita quién vestida de azul y oro, flotando en el aire le dijo:-Mario, no tengas hijos. Con respecto a otras cosas de la vida yo te protegeré, pero no se te vaya a ocurrir tener un hijo. Ahora volvé con tu madre que está muy preocupada.
Poco tiempo después del casamiento, Elena desobedeció el pacto con Mario, y quedó embarazada ante la desesperación de mi tío.
Nació un varón. Lo llamaron Jorge. En ese momento comenzó el drama porque el niño era un idiota total. Con enorme tristeza comprobó tío Mario que puede haber un destino peor que la muerte.
La enfermedad de mi primo era muy grave. La medicina descartó de entrada cualquier tratamiento, y lo único que aconsejaron los médicos era armarse de paciencia y esperar un milagro que, por supuesto, no se produjo.
Pasaron los años y lo único que despertaba el interés de Jorgito era el fútbol.
Cuando su madre deambulaba por consultorios de especialistas de toda laya
Jorgito, en un idioma inentendible, influenciado por los barrocos relatos de Fioravanti, narraba un partido de fútbol que nunca concluía.
Una día uno de mis primos tuvo la feliz idea de llevarlo a la cancha.
Esa noche se jugaba la última fecha del campeonato. Lo pasamos a buscar por su casa y fuimos al viejo estadio de la calle uno. Durante el partido no logramos que prestara atención al juego. En el espacio que hay entre la tribuna y el alambrado, se lo pasó relatando un partido inexistente, caminando de un lado a otro, llevándose la mano a la boca como si tuviese un micrófono.
Ni siquiera, pese a nuestro consejo, logramos que escupiese al Linesman, que con estoicismo y banderín solferino, corría a gran velocidad ignorando las amenazas de muerte y los gargajos.
Faltaba un minuto para que terminara el partido, ganábamos dos a uno y el mister no tuvo mejor idea que inventar un penal a favor del equipo contrario. Un penal sobre la hora, sancionado una templada noche de diciembre, en el último segundo del postrer partido.
Si era para matarse. Desbordados por la desesperación fuimos por Jorgito para que viese algo inusual. A trompadas logramos que detuviese su relato subnormal y prestase atención a la pena máxima del fútbol. Un morocho enorme, back de Rosario Central tomó carrera y despidió un shot certero. Pero nosotros debajo de los tres palos teníamos a Gabriel Ogando que estirándose hacia su derecha, con la punta de los dedos desvió el balón al corner. La euforia fue tal que Jorgito terminó para siempre con su infradotado relato. Su vista se clavó en el orangután negro que había pateado el penal y que ahora, doblado en dos, se agarraba la cabeza sin consuelo llorando como una mujer.
A partir de ese día Jorgito se convirtió en un eterno pateador de penales.
Gritaba fuera de si:-¡penal!, ¡penal!, ¡penal! Se acomodaba, tomaba carrera y después de patear el aire se agarraba la cabeza como el retinto canalla de Central. Tras cartón repetía el disparo desde los doce pasos y volvía a errarlo. Y así ad nauseam.
De nada valieron explicaciones, Jorgito era un oligo profundo.
No faltó el cínico de barrio que se acercara en la vereda, y susurrara en su oído:-pedazo de retarda, penal bien pateado es gol.
Pero Jorgito seguía pateando penales y tomándose la cabeza. Con mis primos hablamos con tía Elena y le dijimos que comentara con el especialista la nueva pasión de su hijo, para que el pobre, un día, convirtiese el penalty.
El médico contestó que era imposible. Que podía, con un severo tratamiento, hacer que Jorgito compensase su frustración con un gol de palomita. Concluyó:-Lamento decirle mi buena señora que lo del penal marrado es irreversible.
Años después nos mudamos a la capital con mi familia y dejé de verlos. Primero falleció tío Mario, después Elena. Mi primo fue a dar al psiquiátrico provincial.
Pasó el tiempo, y una tarde, por esas cosas que no tienen explicación decidí visitarlo. Cuando lo vi en el patio del loquero me emocioné. Estaba sucio y viejo. Me acerqué, le dije que era su primo, que hacía muchos años que no nos veíamos, pero no me registró. De pronto aulló: ¡penal!, ¡penal! Tomó carrera y con su raída alpargata le pegó a una pelota imaginaria. Luego se dobló en dos y se agarró la cabeza con ambas manos.
Cuando enfiló para volver a patear un loco que tomaba mate a mi lado mirándome a los ojos preguntó:- ¿Lo conoce? Luego, como si revelase un secreto bíblico, susurró:- Es el hijo de Delem.

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