La muerte de mi padre
Papá murió el 5 de Abril de 1965, pero nadie se dio cuenta de ello, ni siquiera él, que fue el mas perjudicado por el hecho. Era lunes y recuerdo que fue el día que nos mudamos a Buenos Aires.
Si bien su vida se acabó, la inercia nos llevó a no reparar en su muerte y
exigirle, a veces con autoritarismo, que se comportase como si estuviese vivo.
De nada valieron sus quejas porque como el no se sabía fallecido, manifestaba en forma extraña su nueva condición.
Comenzó con una gran melancolía, con añoranzas de La Plata y su Palacio de Tribunales, y de a poco fue entrando en una profunda depresión. Debe ser triste estar muerto y que nadie sé de cuenta.
Esta primera etapa duró cuatro años, porque en Enero de 1969 murió mi abuelo, su padre, lo que desencadenó en él una locura africana.
A partir de esa fecha empezó lentamente su descomposición física.
Con problemas en la piel que lo hacían padecer enormes ardores, su color palidecía primero, para oscurecerse luego y volver al blanco profundo.
Comenzó entonces a buscar soluciones a través de diversos caminos.
Probó con tenebrosos psiquíatras y lo que logró es que a base de electroschok y antidepresivos la locura y su caminar de muerto en vida se acrecentaran.
Después intentó con el alcohol, solución fácil pero efímera. Sin embargo, en una borrachería de la calle Serrano, escuchó de boca de un curda amigo el primer diagnóstico preciso: -Sabe lo que le pasa jefe, usted está muerto y no lo sabe, con todo respeto.
Este acontecimiento fue contado en casa risueñamente, provocando una ira irracional, cargada de violencia en mi madre y la familia de ésta, integrada en su totalidad por ladrones, subnormales y estúpidos crónicos.
Por las dudas no se habló mas del tema y tratamos de disimular la situación, - de por si bastante extraña -, de convivir con un muerto.
Mi hermana se fue del país, mi hermano se reía y decía que no pasaba nada. Yo me fui a vivir solo.
Pasaron los años y papá estaba cada vez peor, mamá más agresiva y desagradable, y los demás sin saber que hacer, tornándose lo cotidiano en una pesadilla para todos.
Hasta que un día decidí tomar el toro por las astas y enterrarlo.
Lo llamé por teléfono, le dije que quería hablar con él y nos citamos en un café cercano a su casa. Le expliqué que era víctima de una situación insostenible, y que después de 20 años del aciago día de nuestra mudanza, había llegado el momento final.
-Papá, vos estas muerto, le dije. Me miró con enorme alivio y se desplomó. Al otro día lo cremamos, eufemismo del incendio que provocó su cadáver en el Columborio de la Chacarita. El Sr. Vaccaro, jefe del mismo, me dijo, en un lenguaje no exento de poesía: -Nunca, y llevo muchos años en esto, vi arder un cuerpo con tanta alegría.
Llevé a casa la urna que contenía sus restos, la dejé en el sótano y ahí habría quedado si papá no hubiese comenzado a caminar de noche.
Lo veía en el jardín sentado en una silla de mimbre, aparecía en los lugares más inesperados y si bien sus rasgos eran los mismos, su piel mantenía un color indefinido.
Cansado, decidí desprenderme de sus cenizas y las arrojé en el barroso cauce del arroyo Carnaval, en Villa Elisa.
Algunas noches aparece por casa entre las tres y cuatro de la mañana. Me despierta y se queda en silencio a mi lado. Parece estar contento y sus rasgos siguen siendo los mismos.
Lo único que a variado un poco es el tono de su piel. Ahora es verde inglés.
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