La casa de las flores
Una mañana de febrero caminábamos por las veredas de Hernández tratando de no caer en las zanjas desbordadas por la lluvia.
Al llegar a la casa de Rosa, tía Estela se detuvo frente a la entrada cubierta de flores. Desde la vereda veíamos a una mujer canosa, sentada en un banco de plaza, que respondía las preguntas formuladas por mi tía.
-Siemprevivas son las de color más intenso, Azucenas, las blancas.
Retomamos el camino. Solo habíamos hecho unos metros cuando un disparo nos sobresaltó. Algo había pasado porque veíamos que todos corrían en dirección a la casa de las flores.
Continuamos esquivando los charcos hasta llegar a lo de César, el almacenero.
Al regresar nos alcanzó mi padre. Alterado contó: -Rosa, la mujer de Nicola, el pocero, se suicidó. –Me vino a buscar para que la llevase en auto al hospital pero cuando llegamos a su casa ya era tarde. Estaba en el banco que hay en el patio, se pegó un tiro en la cabeza.
Rosa empuñaba el revolver cuando mi tía irrumpió para preguntarle por las flores. ¿Como hizo para ocultar él arma, contestar las preguntas con amabilidad, esperar a que nos fuésemos, y matarse?
A la tarde fuimos hasta la casa de la muerta, nos abrimos paso entre grupos de vecinos pero nos quedamos en la puerta.
Luego del entierro traté de no conocer detalles del velorio.
Mi curiosidad pudo más. Una tarde en que pescábamos en el zanjón de Albistur me armé de coraje y pregunté: ¿-la vieron a Rosa?
-Claro que la vimos. El balazo entró por un lado, salió por el otro, y en cada agujero le habían puesto una flor amarilla. La cara estaba cubierta con pétalos blancos. Antes de cerrar el cajón Nicola besó sus ojos.
-El cortejo salió al atardecer por que dijo el cura que a los suicidas se los entierra de noche.
Cuando regresaba con la bolsa de ranas al hombro, escuché: -Para salir del cementerio caminamos detrás del viudo.
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